Las edades del amor

Crítica de Fernando López - La Nación

Las estaciones del amor no son cuatro, como las del año (o como las de las anteriores dos entregas de esta serie italiana que ha sido tan afortunada en Europa), sino tres, quizá porque Giovanni Veronesi, responsable en todos los casos del guión y la dirección, habrá pensado que en la vida amorosa cabe distinguir sólo tres períodos. O porque esa división le facilitaba alternar lo humorístico, lo grotesco y lo ligeramente romántico. O porque le permitía poner al frente del elenco a figuras capaces de atraer a distintos sectores del público. Del italiano, se entiende, ya que ni el cómico Carlo Verdone (presente en las tres entregas) ni el galán Riccardo Scamarcio (estrella de moda y además buen actor, que se sumó desde la segunda) son tan populares fuera de la península como Monica Belucci ni mucho menos como Robert De Niro. Pero el hecho es que el elenco es lo primero que llama la atención en este film en episodios que viene reflotando con eco popular un formato con antecedentes tan ilustres en Italia como Los monstruos , El oro de Napoles o Boccaccio 70 , salvando, claro, las considerables distancias.

Aquí, a pesar de los nombres estelares, las aspiraciones son más modestas. A Veronesi no hay que pedirle ingenio como el de Age y Scarpelli ni ironía como la de Ettore Scola ni sarcasmo como el de Dino Risi ni mordacidad como la de Mario Monicelli. Él se conforma con proponer un liviano entretenimiento poniendo a sus personajes en las situaciones -deliciosas, perturbadoras, pesadillescas, inesperadas, incómodas, tonificadoras- en las que se puede caer por causa del amor. Sin derrochar excesivo ingenio ni volar demasiado alto en materia de observación de caracteres, pero con un ritmo más o menos vivaz.

Como suele suceder en films en episodios, los altibajos abundan, pero el público sabe perdonarlos siempre que los personajes resulten de su agrado. Y es lo que pasará seguramente con el treintañero Scamarcio, que, unos días antes de casarse con la mujer de su vida, en viaje de trabajo por un pueblito de la Toscana, se enreda con una chiquilina caprichosa y frívola que vive en un castillo con un cocodrilo en la piscina o con el improbable profesor de arte de De Niro que ve felizmente interrumpido su plácido retiro romano cuando se cruza en su camino la siempre inquietante Monica Belucci. También, quizá, con el veterano periodista de TV que encarna Carlo Verdone en el segundo episodio, aunque éste, en el fondo, despierta tanta risa como compasión cuando la primera vez que se atreve a la infidelidad tiene la mala suerte de toparse con una morocha sexy pero desequilibrada que le complica la vida.

O sea: humor simple, ácido, negro o sentimental según los casos, y en dosis más bien módicas. Nada que impida pasar el rato (hay buena música, escenarios fotogénicos y actores que se esfuerzan por hacer de sus personajes seres creíbles); nada tampoco que merezca ser recordado.