Las cosas que decimos, las cosas que hacemos

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Fragmentos de un discurso amoroso

Lo que importa en el film de Mouret, como señala su propio título, es la lucha entre lo que se dice y lo que se hace, entre la organización y el azar, entre la imagen y la palabra, entre el amor y el deseo, que por supuesto no siempre es lo mismo.

“Me encantan las historias de amor, son fascinantes, me recuerdan a las que tuve o no llegué a tener”. Quién habla al comienzo del film es Daphne (Camélia Jordana), pero detrás de sus palabras está, evidentemente, el pensamiento del guionista y director marsellés Emmanuel Mouret (ver entrevista aparte), que lleva construida toda una obra alrededor de las más diversas –y en el fondo siempre similares- historias de amor. Y aquí en Las cosas que decimos, las cosas que hacemos son tantas, y tan entreveradas las unas con las otras, que solamente se podría pensar que son el producto de la imaginación de un novelista afiebrado.

Un novelista, precisamente, es lo que quiere ser Maxime (Niels Schneider). “Escribir es fácil, lo difícil es escribir algo interesante, todavía no sé por dónde empezar”, se justifica. Y empezará por donde le pide la romántica Daphne, que quiere saber por qué ese muchacho ha llegado a su casa de campo tan triste y alicaído, sin duda por alguna historia de amor. Y así él le contará acerca de su frustrado affaire con Victoire (Julia Piton), de quién no sabía que estaba casada y que parece haber planeado su vida como una partida de ajedrez. Y de Victoire pasará a la voluble Sandra (Jenna Thiam), que le dice que nunca podría salir con él porque todos piensan que están hechos el uno para el otro. Pero que mientras se pone en pareja con su mejor amigo, le dedica a Maxime sus más delicadas atenciones.

Se podría seguir así casi indefinidamente, como si fueran los cuentos de Las mil y una noches, porque Daphne también tiene sus historias para contar de su marido François (el barbudo Vincent Macaigne), quien a su vez antes estaba casado con Louise (Emilie Dequenne). Pero lo que importa en el film de Mouret, como señala su propio título, es la lucha entre lo que se dice y lo que se hace, entre la organización y el azar, entre la imagen y la palabra, entre el amor y el deseo, que por supuesto no siempre es lo mismo. “Estamos indefensos ante el deseo”, sentencia uno de los personajes de esta comedia lúdica, ligera, adornada con una banda de sonido que va de Mozart a Chopin y Satie, y que podría también robarle su título a los famosos Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, del que toma también algo de su procedimiento narrativo.

En términos cinematográficos, es curiosa la mezcla con que Mouret amalgama su comedia. Por un lado, detrás de Las cosas que decimos… está el eco de las screwball comedies del Hollywood de los años ’30, y particularmente aquellas que el crítico cultural Stanley Cavell definió como las “comedias del re-matrimonio” (La pícara puritana, Pecadora equivocada), donde la pareja inicial vuelve a unirse hacia el final después de una serie de movimientos falsos y malentendidos. Sobre esa tradición cinematográfica, Mouret a su vez sobreimprime otra, la de los “Cuentos morales” de Eric Rohmer, donde la estructura geométrica es siempre básicamente la misma: mientras el narrador busca a una mujer, encuentra a otra que acapara su atención hasta el momento en que reencuentra a la primera. Y sobre esas dos referencias a su vez parecería sobrevolar una tercera: la de los pequeños azares mágicos del cine de Jacques Rivette, como el que mueve los hilos de su clásico Céline et Julie vont en bateau (1974).

Pero Mouret es Mouret: más ingenuo y pausado que las comedias lunáticas de Hollywood, menos intelectual que Rohmer y más inocente que Rivette. Sus personajes no se relacionan a través de la cultura, sino a través de sus sentimientos, lo que los lleva a experimentar todo tipo de ciclotimias, que van desde la euforia a la depresión, pasando por la melancolía, al punto de que el happy end de rigor tiene también algo de indisimulable tristeza. Como director opta por una puesta en escena simple, pragmática, cartesiana, que saca ventaja de un diálogo pleno de equívocos y de doble sentidos, pero aun así siempre tenue, delicado, elegante, capaz de impregnar el tono general del film.