Las brujas

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Historia de amor correspondido

De la Iglesia filma mucho, tal vez demasiado. A veces filma mal. Las películas parecen salirle como exabruptos, volutas caprichosas, rabietas de un chico malcriado, que acepta a regañadientes las reglas del juego y cada tanto renueva las esperanzas de que será capaz de hacer explotar, con una sola carga puesta en el punto preciso, el sistema del cine español. Ocurre además que de la Iglesia no está solo: tiene un público fiel, desperdigado alrededor del mundo, y un par de ideas fijas. El director es un hombre de efectos: en su cine, las acciones son violentas, como la emoción de los desesperanzados y los locos perdidos, que buscan películas en las que sentirse como en su casa, películas-espejo, porque solo se sienten a gusto entre pares, o mirándose la nariz. De la Iglesia es generoso y siempre les da lo que necesitan. Si hay algo que no se pude negar es que hay un amor correspondido entre el director y sus seguidores. Tan violento y profundo como el de los dos protagonistas de Las brujas. Su cine, contra lo que pueda pensarse, no se hizo más prolijo con el tiempo, ni se volvió más potable, ni tampoco se vistió de etiqueta para lucir más respetable, ni aligeró el poder radioactivo de su bagaje esencial de cinismo saborizado con esperpento. Chorizo español, estelas perdidas del franquismo, el reacomodamiento de un país con tradiciones de fuerte identidad que subsisten estupefactas en el presente. Esperpento es la palabra clave, esa que define mejor el mundo según de la Iglesia. No se trata solamente de un manojo de jirones al que se alude porque resulta de buen tono hacerlo, como si se fuera en busca de un certificado de pedigrí con el que justficar en forma adecuada las tropelías que tienen lugar en la pantalla. Aunque no conociera el término –pero todo español lo conoce– lo estaría ejerciendo de pleno derecho. Cada escena de Las brujas parece salir de las tripas. ¿Es esto un elogio envenenado? Puede ser: el director español no titubea; está demasiado seguro de su habilidad –ese oficio machacado en cada plano durante años– y de lo que de ella se espera. Sabe que debe sacudir la pantalla, expulsar a toda velocidad sus ideas visuales y sus tesis sobre el estado irremediable del mundo para que se produzca el milagro de una nueva película, una nueva explosión de desfachatez, de procacidad y de sinsentido. Es decir, una película que funciona como sobre rieles bajo la marca registrada Álex de la Iglesia. Las brujas desborda para todos lados. Después de un breve prólogo muy estático con las tres brujas del título, donde ya se anuncia el sex appeal a prueba de balas de Carolina Bang (la musa maldita de Balada triste de trompeta, anterior película del director), de la Iglesia se despacha con un asalto espectacular en medio de Puerta del Sol. Espectacular en el sentido más noble del término: coreografiado; incluso bailado. De la Iglesia pudo no haberse refinado mucho, pero cuenta con más presupuesto, y se ha dedicado a aprender una cantidad de esos de trucos que la industria del cine asume con desparpajo cuando se los deja en manos niños grandes como el español. Las brujas empieza como comedia y se reencarna luego en más comedia. Pero en realidad nunca se puede saber del todo para dónde va la película, como no sea hacia una argamasa improbable hecha de trozos sueltos de comedia policial, cine fantástico mechado con chistes de cuño costumbrista y metáfora despeinada sobre la guerra de los sexos a modo de corolario. La pareja integrada a la burguesía, que en la última escena va al cine a emocionarse reglamentariamente, establece el dardo de ironía necesaria que terminan de comentar las brujas viejas desde la última fila: no importan las buenas intenciones del mundo. Al final todo se destruye. Hay que tomarlo o dejarlo al director, que inventa entretenimientos llenos de estruendo que guardan siempre, como una mala noticia, algún señalamiento un poco remanido acerca de cómo funcionan las cosas en el mundo. De la Iglesia tiene un poco de moralista y espera que sus películas lo digan por él. Su público sigue contento.