Las aventuras de Peabody y Sherman

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Propuesta válida para compartir una de aventuras con una sonrisa

En esta época de reciclaje puede pasar cualquier cosa viniendo de Hollywood. Quién hubiera pensado ver algo relacionado con “El show de Rocky y Bullwinkle” luego de la espantosa adaptación hecha en el año 2000 (“Las aventuras de Rocky y Bullwinkle”) con Robert De Niro, Rene Russo, etc. Sin embargo, una nueva mirada puesta en aquel show televisivo de los ‘60 extrajo de la galera a dos personajes menores salidos de allí. Funcionaban como un anexo de la transmisión principal, un poco lo que sucedió con “Pinky y Cerebro”, salidos de “Animaniacs” (1993-1998).

“Las aventuras de Peabody y Sherman” merecieron su show, y por supuesto su película, merced a una situación tan vieja como el cine mismo: la relación entre un niño y un perro. Pero hay una vuelta de tuerca consistente en darle al perro el protagonismo absoluto. De hecho el dibujo se llamaba “La improbable historia de Peabody”, alguna vez homenajeado en un capítulo de Los Simpsons, el Señor Peabody es un perro sagaz, astuto, extremadamente inteligente, campeón olímpico, científico y varias virtudes más envueltas en una personalidad excéntrica mezclada con cierto aire aristócrata e irónico/sarcástico a la vez. Sino fura un dibujo animado uno creería estar frente David Niven, por ejemplo. Dentro de sus excentricidades decide adoptar a un niño huérfano.

Inteligentemente, Craig Wright le adosa a su guión pequeños detalles nunca (o casi) vistos en los cortos de TV, como por ejemplo la “infancia” del can que ayuda (mucho) a construir su presente; o la forma en la cual encuentra a Sherman con su posterior adopción. Los roles se invierten. Es el niño la mejor mascota del perro. Peabody cree fervientemente en la educación como la base de la supervivencia e inventa una máquina del tiempo cuyos viajes sirven para ilustrar a su “hijo”. En una clase sobre George Washington, Sherman dará a conocer detalles minuciosos provocando la envidia de Penny (luego se pelean) y el resto del conflicto del guión: el niño deberá luchar contra su propia timidez e incluso su baja autoestima cuando sienta que debe demostrar su capacidad y valentía. En una cena de reconciliación en el lujoso departamento del Sr. Peabody, Penny se subirá a la máquina del tiempo con la consecuente y afanosa búsqueda en el pasado. Pasaremos por el antiguo Egipto, el Renacimiento Italiano y la guerra de Troya.

Dado que la intención más clara de “Las aventuras de Peabody y Sherman” es ser una aventura con mucho humor, el escritor no se molestó (lo bien que hizo) en dar su versión de cómo la alteración del pasado influye en el presente, aunque sí cernió la construcción del clímax en el agujero negro de espacio-tiempo provocado por trasladarse a momentos vividos por los propios viajeros. Las secuencias de cada momento de la historia son desopilantes, en especial el de Leonardo Da Vinci en pleno intento de terminar de pintar La Gioconda.

La película tiene su mejor virtud en el hecho de reírse de la historia que se cuenta en los colegios, de esos manuales llenos de datos inútiles e información irrelevante (por ejemplo que Maria Antonieta era fanática de los postres). La historia enseñada en la primaria pocas veces centra al alumno y lo pone en condiciones de saber dónde está parado en el mundo y por qué es como es. Por eso, molestarse en observar si los viajes al pasado tienen rigor histórico sería un ejercicio vano. La médula espinal pasa por la relación padre-hijo. Las pocas veces en las cuales aparece la emoción a lo largo de 90 minutos son tan calculadas como profundas porque, principalmente, deja instalada la agradable sensación de que ser padre e hijo funciona mejor cuando no es por mandato y construye aún más, cuando ambos están abiertos a la otra mirada manteniendo el respeto.

Por sobre todas las cosas la propuesta de reírse con los elementos básicos del cine de aventuras se cumple con creces y convierte a esta obra en un paseo casi obligatorio hacia la diversión.