La visita

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

Hay muchos documentales de observación en la Argentina, pero son pocos los directores con un método depurado y con una sensibilidad social como la de Jorge Leandro Colás (Parador Retiro, Gricel, Los pibes, Barrefondo). Su última película, La visita, confirma lo anterior y lo coloca en el panteón de los jóvenes realizadores más interesantes en nuestro país. Su mirada nunca se resigna a la simple curiosidad y cada documental da cuenta de una experiencia de rodaje que va más allá de seguir a los personajes y a los espacios que habitan. El montaje sobre horas y horas de filmación da como resultado una narración y un discurso que no necesitan subrayarse puesto que la selección misma de los planos crea un punto de vista y una mirada sobre el objeto de representación elegido. En este caso, el ámbito de exploración y acompañamiento es el pueblo de Sierra Chica y lo que le sucede a un grupo de mujeres que, a fuerza de amor, voluntad y sacrificio, visitan a sus parejas en el Complejo Penitenciario.

La primera decisión importante consiste en dejar fuera de campo al Penal y a los reclusos. Cualquier noticiero o programa de televisión están para ello. El cine es otra cosa. Son las mujeres las protagonistas y es el punto de vista de ellas el que se respeta, aún en las diferencias que puedan tener. Las mismas conforman un sólido bloque frente a la adversidad que incluye desde las inclemencias del tiempo hasta la ausencia de un Estado que garantice un correcto funcionamiento de las visitas. Allí están esas imágenes donde la gente es amontonada bajo la lluvia frente a los alambrados, durante la madrugada, esperando a que la dejen entrar. La cámara toma la necesaria distancia y respeta esos momentos de ansiedad observando todo aquello que bordea las instalaciones. Sabemos de los presos y de sus historias por sus mujeres, las que ponen el cuerpo día a día para sostener una idea de familia posible. Como suele ocurrir en los documentales de Colás, detrás de lo que se ve asoma la naturalización del horror por parte de una sociedad que mira a un costado a todos aquellos que enfrentan la adversidad desde los sectores más castigados. Dos chiquitas juegan detrás de un alambrado mientras su madre está adentro del penal; una beba está solita en el almacén y todos se preguntan quién la pudo haber dejado allí. La vida en ese lugar es así e incluso en las situaciones donde prevalece el humor, la perplejidad se hace presente. No la manipula el director, sino que se desprende naturalmente de aquello que observamos.

El otro elemento interesante es el grado de complicidad de la cámara, el modo en que un equipo se involucra con sus personajes. Bibi, una de las protagonistas, habla por teléfono y dice “estoy acá con los chicos del documental, acá en casa“. Este contacto posibilita un acercamiento que nunca suena invasivo. El respeto en la mirada de Colás se manifiesta en discernir los momentos en que debe aproximarse y en cuáles alejarse. Los primeros le permiten obtener testimonios jugosos, captar la espontaneidad de las mujeres cuando se preparan para salir y recortar cada historia particular. Entre ellas está la de Emilio, el hombre que sostiene el negocio dentro del Penal. El tipo derrocha simpatía, ocurrencia y parece llevarse bien con las mujeres que visitan el lugar, aunque les cobre prácticamente hasta el aire que respiran. Sin embargo, debajo de ese manto de simpatía se esconde una siniestra maquinaria sostenida en el valor de intercambio y de la extorsión material. Una muestra más de la inteligencia de Colás para tratar esa delgada línea entre lo que vemos y lo que debemos ver realmente. Cuando la cámara se aleja, los planos de conjunto refuerzan la solidaridad de las protagonistas. Ellas también están presas en ese mundo que describen como “la ley de la selva” y saben bien que todas las autoridades gubernamentales hacen la vista gorda ante la precariedad de un sistema viciado por la corrupción donde solo el dinero marca la diferencia. Frente a ello, la unión es la única salida. Allí está Bibi para sostener a las más jóvenes a partir de su larga experiencia. Ella también tiene una historia y a partir de ella entendemos que, más allá de la persistencia y la esperanza, existe un vínculo un tanto enfermizo con ese lugar al que acude todos los días. Una vez más, asoma un discurso implícito. Una vez más se destacan esas zonas ambiguas que tan bien construye el documental con su registro observacional.

Un tercer elemento es notable: la capacidad para aislar ese microcosmos retratado a tal punto que se difuminen las fronteras con el afuera. Desde el comienzo una secuencia de imágenes difusas borronea el marco referencial geográfico hasta que advertimos la llegada de un micro de larga distancia al lugar. Es de noche y recién al amanecer iniciaremos el viaje con ellas hacia los bordes del Penal, hacia la casa de Bibi o al almacén de Emilio, todos espacios encapsulados porque no tienen autonomía en tanto y en cuanto son funcionales a esas visitas que marcan todos los movimientos en esa parte de Sierra Chica. Sin alteraciones dramáticas contaminantes, el seguimiento trabaja sobre una duración suficiente para mirar y leer más allá de las imágenes.

Pero para lograr lo anterior hay que saber, y Colás sabe cómo involucrarse y llevar a cabo una experiencia de rodaje a través de la cual ganarse la confianza y el respeto mutuo con sus personajes. Esto obedece a una ética que nunca reemplaza el factor humano por la mera curiosidad o la experimentación. No se trata del intelectual que “baja” a ese otro mundo para ver qué pasa, sino de un realizador comprometido (expresión anacrónica para muchos del mundillo cinematográfico progre) que comparte, reconoce y hace visible un saber, producto de la exclusión, pero que jamás esconde su riqueza.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant