La vida dormida

Crítica de Milagros Amondaray - La Nación

“Antes era feliz, ahora estoy enojada”, se escucha decir a una de las resonantes voces femeninas de La vida dormida, el documental de Natalia Labaké que fue gestado a través de imágenes caseras que tomó su abuela Haydée a fines de los 80 y del registro del presente en el que la realizadora se detiene en la dinámica familiar sin la necesidad de llenar los silencios. Por el contrario, el gran fuerte de su trabajo es la yuxtaposición entre un pasado en el que la política era el centro por el rol de su abuelo, Juan Gabriel Labaké, y un presente en el que los debates sobre la realidad del país persisten pero, al mismo tiempo, quedan un segundo plano cuando son otras huellas las que calan más hondo. En este aspecto, la cineasta encuentra en las mujeres de su familia a las protagonistas indiscutidas de ese recorrido a través de las décadas donde las marcas de lo vivido se reflejan en el rostro.

Del mismo modo en que la realizadora toma la cámara en una actualidad en el que las voces se explayan sobre la coyuntura siempre apuntaladas por las que las precedieron, su abuela hizo lo propio cuando acompañó a su esposo desde los márgenes, como una hábil observadora que plasmaba sus impresiones a través del lente. Ese pase de batuta conmueve y despliega no solo nuevos interrogantes sobre cuánto se ha avanzado en contextos patriarcales sino también otros más íntimos, como los que enuncia Bibiana Labaké, quien mientras acomoda un ramo de flores secas se pregunta sobre el tiempo y cuánto más podrá aprehenderlo. Esos pasajes personales, de lenguaje más poético, se destacan en un documental que cuenta con un extraordinario trabajo de montaje de Anita Remón.