La vida dormida

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

La vida en torno a un hombre público. Las películas de jóvenes realizadores sobre sus padres, madres o abuelos son ya casi un subgénero. Ha habido casos comprometidos y emotivos, como Algo quema (2018, documental con el que el joven boliviano Mauricio Ovando se enfrenta dolorosamente a la historia de su abuelo militar) y reflexiones valiosas como las de Albertina Carri, Nicolás Prividera y otros realizadores argentinos, así como también producciones en las que se eluden las dudas o cuestionamientos (como las citas de Luis Ortega en algunos de sus films a su padre cantautor, productor, director de cine y político).
En este sentido, La vida dormida es un film curioso, oscilante entre cierta timidez o indefinición y un interés sincero por descorrer velos en torno a una de las tantas familias ligadas al universo público de la convulsionada Argentina de los años ’70 en adelante. Tras un texto sobreimpreso casi esotérico con palabras de Isabel Perón, el film de Natalia Labaké comienza a desplegar registros realizados con una cámara de video en los que se ve a su abuelo Juan Gabriel (abogado y dirigente peronista, que pasó de sus contactos con la última mujer de Perón a una participación activa durante el menemismo) y, sobre todo, a su abuela Haydeé, espontánea videasta y fiel compañera de su marido sin abandonar nunca su sonrisa y enormes lentes.
Yendo un poco a los saltos de una época a otra y sin explicar demasiado, se va revelando quiénes son esas personas que aparecen en las imágenes. Cuando en determinado momento surge Carlos Menem, a quien Juan Labaké compara con Dios (“salvando las distancias”, aclara), queda claro que estamos ante los pliegues del grupo familiar de un dirigente “histórico” del peronismo, capaz de defender a Isabel como “una dulce joven” que necesitaba “un hombre maduro en el exilio”, de discutir con buenos modales en un programa televisivo y de asistir a misa así como a playas, fiestas y reuniones familiares diversas.
Aunque no se trata de una ficción, algunas secuencias con los Labaké y amigos divagando en el sopor de una siesta bajo un quincho o en los alrededores de una piscina trae el recuerdo de La ciénaga (2001, Lucrecia Martel). Hacia la segunda mitad, empieza a advertirse la intención de prestar atención a las mujeres de la familia: la abuela casi indiscutida, una tía medio perdida, la madre que parece tomar conciencia del relegamiento en el escenario familiar, la hermana angustiada. En medio de todo ello, quienes se supone son el centro de las políticas del peronismo, apenas asoman: mozos, empleados de hotel, limpiavidrios.
Como puede sugerirlo su título, el film de Natalia Labake funciona como un sueño, en el que instancias de disfrute, discusiones y contradicciones son como retazos de las vidas de integrantes de una familia, que –como de alguna manera ocurría en Papirosen (2014, Gastón Selnicki)– son expuestas con ánimo de provechoso catarsis.