La vida de Adele

Crítica de Fernando López - La Nación

No fue una extravagancia del jurado de Cannes decidir que por primera y única vez la Palma de Oro, distinción que se atribuye exclusivamente a un film (y sólo en contadas oportunidades a dos, ex aequo ), fuera concedida a La vida de Adèle y a sus dos actrices. Era simplemente reconocer la condición autoral que ellas asumen al "vivir" sus personajes, a los que cuesta concebir como representados. Tanta es la verdad y la humanidad que exudan la consagrada Léa Seydoux y la debutante Adèle Exarchopoulos (con cuyo nombre y nada caprichosamente ha querido rebautizar Abdellatif Kechiche al personaje que en el original se llamaba Clémentine).

Por la misma razón, resulta imposible abordar un comentario sobre esta obra maestra y no empezar hablando de ellas, de Emma y, claro, de Adèle, cuyo aprendizaje afectivo está en el centro de la bellísima y conmovedora historia de amor y crecimiento. Todo procede de los rostros y de los cuerpos en los que Kechiche sabe traducir y leer los sentimientos y los estados de espíritu de sus criaturas con sensibilidad única e infinita sutileza.

La cámara sigue muy de cerca atenta a todo y en planos cerrados el proceso de crecimiento de Adèle, la estudiante que en su despertar adolescente está en permanente búsqueda de sí misma, de sus deseos más profundos, de su definición sexual, de su lugar en el mundo y de un camino hacia la adultez. Y ese proceso se manifiesta en las miradas, en cada detalle y cada gesto, aun en los que hace casi inconscientemente, los que escapan a su control. La boca de la milagrosa Exarchopoulos lo dice todo, y en general sin recurrir a las palabras. En el placer sensual con que devora los spaghettis de la comida familiar se ve la misma fruición con la que aspira a devorar la vida, la que cuando llegue el momento la guiará en un encuentro amoroso que busca consumarse en la comunión con el ser amado. El ser al que está predestinada, según le ha enseñado la literatura a través de La princesa de Cl è ves.

La literatura -también Marivaux asoma, como en Juegos de amor esquivo , con su inconclusa La vie de Marianne - ocupa un espacio. Está en cada etapa de la vida de la chica, si bien su núcleo reside en la apasionada historia de amor que protagoniza con Emma, la estudiante de arte de cabello azul que despierta en ella un instantáneo deslumbramiento. La química de los cuerpos se definirá por sí misma en las muy comentadas escenas de sexo, donde son igualmente explícitos los sentimientos y las emociones. Emma, algo mayor que ella, más adulta y formada, perteneciente a otro círculo (una espléndida secuencia basta para exponer las diferencias sociales entre dos familias de valores opuestos, inclusive respecto de la homosexualidad), será a la vez maestra y amante, y Adèle, su musa y su discípula. Las diferencias se extienden a sus respectivos círculos, mientras Kechiche, con mano maestra, expone la evolución del vínculo que va de la gloria de la pasión amorosa a la desgarradora escena de la ruptura.

Hay muchos momentos, antes y después, que justifican el inusitado destino de la Palma de Oro, pero éste, que las dos viven con tamaña verdad y que tan hondamente compromete el ánimo del espectador hasta hacerlo sentir físicamente el súbito vacío que desconcierta a Adèle, sería suficiente para certificar su carácter de coautoras.

La exactitud con que Kechiche y los editores administran las casi tres horas de proyección -el film parece adoptar el ritmo de la vida y el espesor de las experiencias que en ella caben- es otro de los rasgos que definen esta obra excepcional.