La vida de Adele

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

La vida de Abdel

La gracia incandescente de La Vida de Adèle proviene de la excepcional capacidad de Abdel Kéchiche para capturar lo real, volverlo bello y hacerlo cine. En el centro de la película está la escena de amor carnal más intensa y audaz de la historia del cine tradicional, filmada en planos largos, espléndidamente encuadrada y coreografiada a la manera de los grandes escultores. La cadencia de las respiraciones y los sonidos sensuales de labios y lenguas transmiten las vibraciones de los cuerpos y el éxtasis de los espíritus. Las dos actrices, sublimes, se abandonan al impulso de sus personajes, guiadas por la luz de la pasión. Las bocas besan, ríen, se riegan de lágrimas y sudor. La cámara del cineasta captura las expresiones y las miradas que lo dicen todo, la rabia hecha gritos y la ternura del cuerpo en ebullición.

La Vida de Adèle es una melodía de amor desafinada, que se torna imposible por las divergencias sociales que devoran los sentimientos. El tiempo, la rutina de pareja, las diferencias de clase y deseos profesionales erosionan la cotidianeidad. Emma se cansa, mientras Adèle permanece en una pasión obsesiva. La duración de la película es indispensable para su construcción: el tiempo necesario para filmar el despertar de una sexualidad, el nacimiento de un amor, la distancia de una pareja, la evolución profunda de un personaje, los mil procesos a largo plazo que conectan inconscientemente el deseo, el afecto, las culturas, los orígenes sociales y las ambiciones existenciales. En la violenta y angustiante ruptura, Kéchiche sigue siendo tan intenso, preciso y justo como en la fusión amorosa.

Las dos actrices merecerían una nota aparte para exaltar su belleza, su talento y su coraje. Adèle Exarchopoulos surge en el firmamento del cine con una convicción triunfal: su espléndido rostro, su mirada melancólica, su boca entreabierta y su nariz perfecta se conjugan en una actuación de una potencia arrolladora. Luego de Sara Forestier y Hafsia Herzi, ésta es la tercera vez que Abdel crea una actriz incandescente. Léa Seydoux iguala su sensualidad y le añade una dimensión perturbadora. El cineasta filma a sus dos musas como un pintor en un estudio de rostro-paisaje. Las líneas de guión son claras y legibles, pero la longitud y el increíble grado de encarnación de las escenas más banales devuelve toda la complejidad de la experiencia real. Sobre los primeros planos de los rostros percutidos, las superficies expresivas poseen infinitos matices.

La Vida de Adèle es también una victoria de la integración republicana. No es casual que esta obra maestra tan francesa, dedicada a los sentidos y a la libertad de los individuos y bañada de grandes referentes culturales como Marivaux, Picasso y Sartre, esté firmada por un cineasta nacido en Túnez en un medio popular. La escuela pública, un universo simbólico que ya estaba presente en su cine, resulta fundamental para escaparle al determinismo social. El descubrimiento a través de la literatura determina la experiencia real, cada comentario de texto se refleja en el estado del personaje. Una de las grandes ideas de la película es multiplicar a los profesores de francés en las distintas clases, como si cada texto creara el cuerpo específico para portarlo. El “soy mujer” de Mariveaux prefigura la metamorfosis de la protagonista, la predestinación del encuentro en La Princesa de Clèves anticipa el momento en que Adèle se cruza por primera vez con Emma. Para Adèle, la literatura es una señal que acompaña personalmente su eclosión.

En la superficie hay una novela de aprendizaje con sus primeras veces y sus ritos de pasaje, pero en las películas de Kechiche la asimilación del saber es una experiencia inquietante en sí misma. El relato iniciático comienza entre las cuatro paredes del aula y no termina muy lejos. La sola certeza adquirida por Adèle en el recorrido es que el único lugar dónde alcanza una forma de plenitud y realización es precisamente la escuela. Adèle Exarchopoulos resulta especialmente brillante cuando traduce la euforia que un relato debe despertar en los niños. La escuela en el cine de Kechiche es la matriz y también el refugio.

El arte, en cambio, vampiriza. En el comienzo de la segunda parte, Emma pinta a Adèle desnuda. El caballete las separa, marca una distancia que irá creciendo y que culminará en la escena final, donde el cuadro permanece pero el modelo se eclipsa. El cine de Kechiche está poblado de modelos vírgenes de toda representación, jóvenes actrices reveladas por sus películas. La Vida de Adèle es una puesta en abismo sobre la crueldad de esta relación, la obra abraza al modelo pero lo elimina. Como en Juegos de amor esquivo, la película se cierra sobre un personaje que se aleja, al que lo llaman pero no se da la vuelta. Tanto Krimo como Adèle salen un poco aturdidos de la gran ficción donde todo se confunde: el amor y el arte, la verdad y el simulacro. No tenemos la certeza de que hayan aprendido algo, pero la experiencia fue fulgurante. Nosotros también salimos de la sala deslumbrados por la belleza, la intensidad y la nobleza de una película imposible de agotar en una visión o en una crítica.