La verdad sobre La Dolce Vita

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

La dolce vita se convirtió en uno de los grandes éxitos del cine italiano y en la confirmación del genio de Federico Fellini como uno de los artífices de la que sería su era dorada. Esa es parte de la verdad, pero esencialmente el mito consagrado alrededor de la odisea felliniana que empezó en derrota e incertidumbre y concluyó en triunfo. Lo que reconstruye el documental de Giuseppe Pedersoli no es tanto la “verdad” detrás de aquella gesta –retratada en numerosas biografías de Fellini, en trabajos críticos y en un infinito anecdotario– sino el rol que desempeñó el productor Giuseppe ‘Peppino’ Amato, su abuelo, en el cumplimiento de un sueño que, en esencia, era el propio.

Es extraño pensar la figura de Amato hoy en día, y si algo consigue el documental, pese a su factura convencional y a las precarias recreaciones ficcionales, es dar con la medida de un personaje exclusivo de aquel escenario italiano, heredero de la fascinación que había provocado el cine en su etapa muda, excursionista eventual por la fama de Hollywood, garante del debut de directores como Vittorio De Sica y esencialmente bon vivant de la Via Veneto, como el propio personaje de Marcello demostraría en la ficción. Es que lo que uno descubre al seguir la pista de Peppino y su obsesión con el guion de La dolce vita, descartado por Dino de Laurentiis –es muy divertida la inusual confesión del productor de su error bajo el lema “a veces se gana, a veces se pierde”-, es el inconsciente reconocimiento de la gloria y la tragedia de su propia generación, vital y decisiva como pocas para el rumbo del cine moderno.

Quien oficia de narrador es un crítico, Mario Sesti, que interviene serio como dando una lección pero consigue en varias de sus reflexiones poner a Peppino en la órbita de un mundo que se ha extinguido. Y La dolce vita representa el vigor de ese mundo hoy en día, mientras su propia hechura expone las tensiones y sacrificios que definieron el milagro de su existencia. Porque en los 60 también los productores miraban con ojo agudo la taquilla y esperaban el rendimiento de sus inversiones monetarias. Entonces, en esa lógica, Pedersoli convierte con justicia poética a Peppino en un héroe frente a los desplantes ególatras de Fellini y a las miopes ambiciones de Ángelo Rizzoli, el dueño de Cineriz. Esa disputa entre el productor artístico y el financista es, en definitiva, el corazón de un homenaje que funciona menos como reconstrucción de aquel rodaje que como rendición de cuentas de su legado.

Lo que deja la película, además del buen rato para el cinéfilo nostálgico, son los impagables recuerdos de De Sica cuando iban con Peppino de gira por los casinos – y la sentida emoción al recordarlo–, las confesiones de Sandra Milo sobre el rodaje de la escena de la hamaca en Giulietta de los espíritus, la humildad de Mastroianni en su representación de ese hombre común que persigue a Anita Ekberg sin cansancio, y la consciencia temprana de Fellini de que valía la pena defender la integridad de su obra porque en ese gesto se definen los artistas.