La verdad sobre La Dolce Vita

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Secretos de una leyenda italiana

Aunque el director Giuseppe Pedersoli pone más el acento en cuestiones de producción que en lo artístico, toda investigación sobre una de las obras maestras de Federico Fellini resulta atractiva.

La historia del cine está llena de películas (y de realizadores) que “se pasan” de plazos y presupuestos, llegando en caso extremos -como el de Cleopatra, que estuvo a punto de hundir a la Fox, y La puerta del cielo, de Michael Cimino, que directamente hizo desaparecer a la United Artists- a poner en riesgo no ya el capital de un productor, sino la pervivencia misma de un estudio. Obviamente que esto puede suceder en la llamada Hollywood (que ya no existe como territorio de producción), donde las cifras que se manejan son siderales, y raramente, o nunca, en otras cinematografías. No a tales extremos.

Pero cineastas complicados hay en todas las latitudes, no necesariamente caprichosos o hiperexigentes (“Yo sobreviví a Titanic”, decía el stamp que los técnicos de la megapelícula de James Cameron lucían orgullosos tras completar el rodaje), sino porque a los más creativos siempre se les ocurren ideas nuevas, que van inflando costos y semanas de trabajo.

Basta ver cualquier película de Federico Fellini para apreciar que si algo definía su condición creativa era el dispendio, y no había compromisos ni palabras empeñadas que pudieran contener esa proliferación sin límites. Tratándose de su primer gran producción, posterior al prestigio internacional ganado a mediados de los 50 con Los inútiles y sobre todo con La strada, el de La dolce vita (empezada en 1959, estrenada al año siguiente) es un caso testigo de la clase de inflaciones que el nativo de Rímini generaba. Creativas, económicas y de plazos.

El anecdotario es de esos que dan para un libro, y ese libro se escribió sesenta años atrás. Se llamó La veritá sulla Dolce Vita y su autor fue Peppino Amato, productor responsable de la más famosa película italiana jamás filmada. Película cuyas tormentas internas le ocasionaron dos infartos, el último de ellos definitivo. Coescrita y dirigida por Giuseppe Pedersoli, La verdad sobre La dolce vita se basa en ese texto de Amato.

Con título sensacionalista, Amato es el héroe y mártir de su versión, aunque más de uno de quienes lo conocieron parece confirmar que el ex productor de Don Camilo y Francesco, giullare di Dio “se jugaba” por los proyectos que encaraba. Y con La dolce vita se jugó como nunca. El dueño de los derechos originales era el inefable Dino de Laurentiis, que se jugaba bastante menos. El guion escrito por Fellini junto a sus habituales colaboradores Ennio Flaiano y Tullio Pinelli llegó a manos de Amato, y a éste le encantó (o así lo cuenta este documental). Sin condiciones para comprárselo a De Laurentiis, le ofreció un canje: La dolce vita por La gran guerra, la película de Mario Monicelli que terminó ganando ex aequo el León de Oro en Venecia 1959.

Con Amato interpretado por un actor de peluquín bien plantado, echando mano de cartas, telegramas y memorándums intercambiados entre Fellini, Amato y Angelo Rizzoli (capo de la distribución cinematográfica italiana, que se había asociado con aquél), a los que suma testimonios de terceros (la actriz Magali Noël, parientes de Amato y los críticos Mario Sesti y Tullio Kezich (este último biógrafo del autor de 8 y 1/2), La verdad sobre La dolce vita cuenta el cuentito, claramente enfocado en los avatares de la producción y no los creativos. Un presupuesto que se va estirando hasta duplicarse, plazos de rodaje y montaje con los que ocurre lo mismo, discusiones, peleas, ultimátums, amenazas muy italianas entre las partes (aunque según dicen Amato era todo un commendatore) y un corte final de una hora al original de Fellini, que duraba cuatro. Y el corazón de Amato, que no daba para tanto.

El momento más lindo, sin embargo, es absolutamente colateral. En viaje de Roma a París, “tuvimos la desgracia de pasar por la Riviera francesa”, cuentan Amato y su amigo Vittorio de Sica. Como se sabe, en la Riviera francesa hay más casinos que playa. Se quedaron sin un peso.