La utilidad de un revistero

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

INSINUACIÓN DE LO OMITIDO

La mesa está abarrotada de objetos: un termo, el mate, frascos, la computadora, los materiales de trabajo, algunos libros. La luz, aún apagada y los sonidos provienen del afuera ya sea desde otro sector del hogar (el contestador del teléfono) como la lluvia. Entonces, Ana llega a su casa y comienza a despojar a la mesa de sus pertenencias, con pausa y de manera arbitraria.

Ese gesto –en apariencia simple, cotidiano y quizás hasta mecánico –adquiere otra connotación en la ópera prima de Adriano Salgado: ya no se trata de una acción ordinaria, sino de una forma de entrecruzamiento de lenguajes, una articulación entre una puesta teatral y su captación cinematográfica.

La disposición de ese único espacio –el living de Ana –y el juego con el espacio visible y el fuera de campo propone de forma continua una conexión o ruptura de un lenguaje y el pasaje hacia el otro. La cámara fija durante toda la película pone en evidencia no sólo ese punto de vista unidireccional, establecido, sino que pareciera jugar con las maneras de la expectación: en un teatro se dispone de un escenario donde el espectador puede realizar un recorte de la obra o elegir qué desea mirar; en la pantalla cinematográfica, por su parte, la mirada está mucho más centralizada y es más difícil efectuar dicho recorte.

Sin embargo, Salgado consigue con La utilidad de un revistero que ambas formas de expectación puedan aunarse o sean posibles. Esto también lo logra a partir del uso del fuera de campo, un recurso que recorre todo el filme y que permite mantener esa tensión, por un lado, entre Ana y Miranda (grandes actuaciones de María Ucedo y Yanina Gruden) y, por el otro, entre ellas y el espacio.

De esta forma, los mensajes en el contestador, el ruido de la lluvia o el tren, las llaves, los pasos en la escalera, el timbre o las voces de ellas fuera del espacio fijo de la cámara se van resignificando a lo largo de la película y habilitan otros matices en la construcción de los personajes.

De la misma manera, tanto Ana como Miranda se componen de la información oculta dentro de la misma puesta. El director plantea un ocultamiento de las charlas de Ana en el facebook o de aquello que busca en la computadora, del video sexual, de los mensajes de texto así como tampoco exhibe los dibujos de Miranda (ni su porfolio ni lo que produce in situ). En consecuencia, el conocimiento de las protagonistas también se produce por fragmentación o elipsis, cuyo valor primordial pareciera ser una reconstrucción propia de cada espectador.

Salgado pone especial atención al uso y apropiación de las simbologías. Una de las que se perpetúa en La utilidad de un revistero tiene que ver con esa reunión de trabajo: Miranda como una posible colaboradora de Ana para la escenografía y vestuario de una nueva versión de Caperucita Roja. La maqueta que Ana le muestra a Miranda, con esa división en tres espacios fijos (casa de la joven, vías de tren en lugar de bosque y casa de la abuela) puede pensarse como la posición de la lente en su casa (living, la puerta casi siempre cerrada de su cuarto en refacción y parte de la cocina) pero no comprendidos como reflejos entre sí, sino en tanto sitios exhibidos y la forma de su circulación. El pasaje de un ambiente a otro en la maqueta, la proyección de una luz cenital con linterna y el tren como motivo determinante se recontextualizan en los movimientos de las protagonistas en la casa de Ana, en esos otros espacios, en el momento de oscuridad total y el sonido del tren, la lluvia y las goteras como motivos recurrentes.

Caperucita Roja ahora se llama Ayelencita –con su buzo con capucha roja –; el lobo es reemplazado por Roly, un puntero de paco; la madre y la abuela. Algunos de estos caracteres se plasman explícitamente, por ejemplo, la madre que llama a Miranda porque es tarde, y otros podrían rastrearse a partir de ciertos objetos o rasgos puestos en funcionamiento. Incluso, un espejo se coloca en oposición a la cámara de tal forma que, no sólo se puede ver un sector antes oculto, sino que podría considerarse como una metáfora de ese cuento como circulación dentro de lo real.

Los objetos se muestran, disponen, resignifican y vuelven a ocultarse; los diálogos permiten conformar las realidades de las protagonistas a través de lo fragmentario pero, en definitiva, el conjunto se manifiesta como productor de identidad, una identidad tan fuerte en su esencia conceptual como metafórica dentro de ese espacio único, dirigido y cautivante que se prolonga hasta los créditos. Está claro que la octava y última pintura de la serie de Miranda va a ser todo un éxito.

Por Brenda Caletti
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