La última noche

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Las accidentadas celebraciones de Navidad han dejado un reguero fílmico sin precedentes. Desde la euforia teñida de lágrimas que invade a James Stewart en ¡Qué bello es vivir! hasta las risas de la más negra venganza que encarna Macaulay Culkin en Mi pobre angelito, convertir la Navidad en una fecha decisiva para balances emotivos, encuentros caóticos y desenlaces imprevistos ha sido una estrategia efectiva para la inventiva cinematográfica. La última noche transita esa premisa pero con una salvedad, lo que parece en un comienzo una reunión de amigos, ricos y algo snobs, con cuentas pendientes, niños caprichosos y secretos del pasado, se convierte en la despedida apocalíptica de un mundo que parece haber llegado a su fin.

El matrimonio formado por Nell (Keira Knightley) y Simon (Matthew Goode) es anfitrión de la Nochebuena en una imponente casona de la campiña inglesa. Los vemos en los últimos preparativos antes de la llegada de sus invitados, un grupo de amigos del colegio con los que han compartido parte de su historia, también algunas rencillas y reproches, y que ahora se disponen a compartir esta agridulce celebración. Es que detrás del brindis de estas cuatro parejas, que sacan a relucir los romances frustrados y las anécdotas de estudiantina, se aloja un pacto para enfrentar el inminente final de los tiempos, encarnado en un extraño veneno que parece haber invadido al mundo entero.

A partir de entonces lo que promete ser una sátira de la Navidad, con piñas y gritos por los rencores guardados, los amores inconfesables y el hartazgo habitual de estas celebraciones, se revela como un melodrama macabro en el que el final inminente se tiñe de dilema moral. En ese sentido, el joven Art (Roman Griffin Davis, el niño de Jojo Rabbit), hijo de Nell y Simon, funciona como la conciencia de la película, tanto para encarnar el discurso sobre el cambio climático y la responsabilidad de las generaciones pasadas, como para poner en palabras lo que todos parecen querer conducir con eufemismos.

No es que no sea válida la fábula ideada por Camille Griffin, más en tiempos en los que la realidad parece acercarse a cualquier pesadilla imaginada, sino que en términos cinematográficos la película no tiene demasiado para dar, salvo la solvencia de las actuaciones (Knightley, Kirby Howell-Baptiste, Davida McKenzie; Annabelle Wallis queda un tanto ceñida a la caricatura) y algún que otro chiste ingenioso sobre la comida de los perros de la reina. De hecho, las críticas al gobierno británico, las preocupaciones por la desigualdad social, las dudas sobre el saber científico y las responsabilidades de los padres respecto a sus hijos se enredan en un humor que nunca es del todo corrosivo sino que busca la salvaguarda en una lacrimosa reconciliación final.

Griffin parece tentarse con el absurdo en algunas resoluciones de sus personajes, ofrecer una mueca crítica a la frivolidad de los allí reunidos, condimentada con miedos y egoísmos, pero el rumbo que pesa en su película es el de la advertencia, que hace que, en definitiva, esa irreverencia que define a la sátira se diluya en su buena conciencia.