La última noche

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"La última noche": fábula navideña antes del apocalipsis.

No todas las películas de la cartelera comercial siguen al pie de la letra la fórmula de los géneros. Las pocas que escapan a esos lugares comunes suelen volverse interesantes a fuerza de singularidad y un carácter impredecible. La última noche es una de ellas, en tanto se erige como una cruza bastarda de fábula navideña con melodrama generacional, a la que luego le suma un inminente apocalipsis que cubre las festividades con el manto oscuro de las despedidas definitivas. El problema de la ópera prima de Camille Griffin no es tanto la falta de un tono uniforme -por el contrario, en la búsqueda de una textura rugosa e incómoda radica el principal mérito de la británica-, sino más bien de ejecución: ninguna de las tramas alcanza la espesura dramática suficiente para que esos personajes al borde del abismo se sientan cercanos. Difícilmente haya empatía si quienes sufren son títeres de un guion de hierro.

Pasan unos cuantos minutos hasta que La última noche dispone todas sus cartas arriba de la mesa e ilumina el camino que recorrerá su acto central. Todo arranca con un almuerzo navideño que reúne a varios amigos del secundario en la casa materna de Nell (Keira Knightley). Junto a su marido Simon (Matthew Goode) y sus tres hijos (entre ellos está Art, interpretado por Roman Griffin Davis, protagonista de Jojo Rabbit e hijo de la realizadora) reciben a los integrantes de un grupo de comensales que responden a los arquetipos más gruesos de la comedia navideña: una mujer apresada en un matrimonio infeliz y a la que su hija le enrostra sin tapujos que no la quiere; una pareja interracial de lesbianas; un negro con estampa de modelo que llega en su auto deportivo junto a su novia varios años menor. Entre ellos, desde ya, hay unos cuantos asuntos pendientes y otras rispideces que el paso del tiempo no ha podido esmerilar.
Hasta que de repente empiezan a hablar sobre el fin del mundo. Un fin que, como en la reciente No miren arriba, tiene fecha y horario definido: poco después de la noche del 25 de diciembre, la crisis climática alcanzará su esplendor con una ola de polvo tóxica que recorrerá de punta a punta el planeta, empujando a la humanidad a su extinción.
A diferencia de la película de Netflix, aquí los gobiernos tomaron medidas. Bastante drásticas, por cierto: entregar a cada habitante una pastilla con veneno para suicidarse en las vísperas y evitar el dolor de una muerte espantosa. Es, entonces, la última noche del título latinoamericano, que cada quien la vive como puede. Algunxs piensan tomarla para ahorrarse el sufrimiento; otrxs no.
En lo que todos están de acuerdo es en utilizar esa noche para cobrarse viejas facturas de asuntos de una banalidad supina (que tal se acostó con tal y el otro no sabía; que la otra le tenía ganas y nunca le dijo) si se atiende al contexto. El único atisbo de madurez lo aporta Art, que con sus dudas y revelaciones sobre el funcionamiento del mundo evidencia una pérdida de inocencia doliente. Sus preguntas –la mayoría sin respuesta– son de las pocas cosas que perduran en la cabeza luego de los créditos, síntoma inequívoco de una película tan arriesgada como fallida.