La última noche

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Camino a la desobediencia

El ser humano es un animal muy especial en el que el éxtasis promedio se mezcla en serio con la pulsión de muerte y por ello mismo cada pequeña alegría incluye en su despliegue de impulsividad una generosa dosis de autosabotaje o tendencias suicidas mediante las cuales la vida se reconoce tácitamente como el adverso de la muerte y pide a los gritos regresar al vacío de donde salió. El séptimo arte desde siempre tomó conciencia de esto y se dedicó a analizar la facilidad con la que la supuesta diversión se convierte en delirio peligroso tanto de manera rimbombante como a escala implícita y sin total conocimiento por parte del sujeto de turno, siendo uno de los caballitos de batalla del rubro -sin lugar a dudas, al punto de mutar en un fetiche temático muy estereotipado- las fiestas de fin de año a escala global, sobre todo la Navidad y el Año Nuevo porque los Reyes Magos nunca salieron del todo de la condición de un jolgorio crucial para los purretes y nadie más. La Última Noche (Silent Night, 2021), debut en el largometraje de la directora Camille Griffin, es otro de los tantos intentos del mercado anglosajón de aprovechar tanto el costado autodestructivo del ser humano como ese marco ideal para las ironías y el humor negro que ofrecen las reuniones navideñas, una instancia de emparejamiento conceptual bienhechor a lo largo de gran parte del planeta que en esta oportunidad se vuelca hacia su contracara distópica, el apocalipsis.

Todo transcurre en la casona campestre de la familia de Nell (Keira Knightley) y Simon (Matthew Goode), quienes junto a sus tres hijos, los gemelos Hardy (Hardy Griffin Davis) y Thomas (Gilby Griffin Davis) y el muy avispado Art (Roman Griffin Davis), se proponen pasar la Navidad con una variada colección de invitados que en esencia aglutinan a amigos de la infancia y la adolescencia con los que no han perdido contacto, grupete que abarca el matrimonio de Sandra (Annabelle Wallis) y Tony (Rufus Jones), padres de la malcriada Kitty (Davida McKenzie), la pareja lésbica e interracial de Alex (Kirby Howell-Baptiste) y Bella (Lucy Punch) y su homóloga entre un matasanos negro, James (Sope Dirisu), y una muchacha blanca que recientemente descubrió que está embarazada, Sophie (Lily-Rose Depp, la hija de Johnny Depp y Vanessa Paradis). El asunto parece normal, moviéndose dentro del esquema del conventillo melodramático/ familiar/ romántico tan característico de la comedia de parentelas revueltas, hasta que a comienzos del segundo acto se nos revela que la celebración por el nacimiento de Jesús coincide con una rauda ceremonia colectiva de suicidio pautada entre todos los comensales ya que el Reino Unido está a punto de ser golpeado por una catástrofe ambiental que toma la forma de una nube de gas que llega a los pulmones de los individuos, ataca el sistema nervioso y provoca una hemorragia mortífera.

Más allá del puterío estándar que en esta ocasión complementa la confusión y zozobra por la próxima muerte piadosa, en simultáneo y sin dolor, cortesía de unas píldoras repartidas por el gobierno inglés para sus ciudadanos y no para los inmigrantes y los homeless, como por ejemplo el hecho de que Kitty se niega a abrazar a su madre, ésta está enamorada desde siempre de James, Tony se acostó una vez con la supuesta lesbiana Bella y finalmente Alex termina desmayada de tanto alcohol y confesiones de último minuto antes del óbito, a decir verdad el doble eje del relato pasa por la decisión de Art y Sophie de no tomar las pastillas santificadas por el Estado, en el primer caso debido a la desconfianza del mocoso para con los científicos tecnócratas y los dirigentes psicópatas en el poder y en lo que respecta a la fémina simplemente porque está preñada, situación que impulsa más y más discusiones ya que los padres del niño y la pareja de la mujer no aceptarán tan fácilmente que no les sigan la corriente en el suicidio. La idea de la propuesta de Griffin, una veterana del campo del cortometraje que aquí ficha a sus propios vástagos como los tres hijos de Simon y Nell, es interesante porque mezcla ingredientes varios de La Última Cena (The Last Supper, 1995), de Stacy Title, Melancolía (Melancholia, 2011), de Lars von Trier, y hasta El Sacramento (The Sacrament, 2013), de Ti West, no obstante la ejecución en sí deja bastante que desear.

Lamentablemente, como decíamos, durante buena parte del metraje no pasa nada que no se vea venir a kilómetros de distancia, como estos conflictos demasiado lights para el sustrato habitual de las comedias negras, y si bien el trabajo del elenco es muy bueno, sobre todo el desempeño de ese genial Roman Griffin Davis que ya pudimos ver en Jojo Rabbit (2019), joya de Taika Waititi, la verdad es que los mínimos conflictos no sostienen la historia, los personajes son algo mucho intercambiables, los diálogos pretender ser graciosos y astutos sin lograrlo, la duración total de hora y media resulta excesiva y para colmo el cliché del mainstream anglosajón de la Navidad yéndose al soberano demonio no está particularmente bien explotado ni mucho menos desencadena un producto original y/ o con personalidad propia. Asimismo no se llega a entender -ni tampoco le importa demasiado al espectador, desde ya- qué quería transmitir exactamente Griffin con este camino hacia la desobediencia de parte de una Sophie que termina matándose para solidarizarse con James y de parte de un Art que parece morir por obra del gas y luego resucita de repente, dando a entender que la masacre nunca es absoluta y que el suicidio colectivo es una mala decisión o se condice con las estrategias de manipulación del gobierno sobre el vulgo, lo que se puede leer desde la izquierda, atacando el brexit y el parecer de delirantes que niegan sus propios intereses, o desde la anarquía militante, pensemos en gobiernos que decretan la obligatoriedad de las vacunas contra el covid-19 basándose en dolorosas inmunizaciones de apenas seis meses, todavía de carácter demasiado experimental y sin jamás haber luchado en serio en pos de la liberación de las patentes de los hiper enriquecidos laboratorios farmacéuticos, esos a los que África les importa un comino. Las buenas intenciones están y hasta la amena fotografía de Sam Renton también, sin embargo la música grandilocuente de Lorne Balfe embarra las escenas trágicas o de horror y la misma Griffin no se decide en torno a las potencialidades simbólicas de su trama, continuamente saltando desde la solemnidad desabrida y bastante superficial hacia una hipotética mordacidad que a lo sumo despierta sonrisas y nada más…