La tigra, Chaco

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Un pueblo, un mundo

Esteban (Ezequiel Tronconi) llega a La Tigra, pueblo chaqueño, para reunirse con su padre. A los pocos minutos, sin embargo, descubre que será más importante para él el reencuentro con otra persona: su vieja amiga Vero (Guadalupe Docampo). De las conversaciones casuales y silencios nerviosos que se suceden a partir del arribo de Esteban al lugar, está hecha esta película de apariencia simple pero realización rigurosa.
Los espectadores habituados a la suma de peripecias a las que nos ha acostumbrado el cine hollywoodense (lo que explica, en cierta manera, que gusten tanto películas como El secreto de sus ojos) pueden considerar un problema la manera con la que los directores porteños Federico Godfrid (1977) y Juan Sasiaín (1978) se demoran en escenas de los distintos personajes hablando vaguedades mientras comen o toman mate, pero, en realidad, en La Tigra, Chaco el manso clima pueblerino contiene –como las líneas de un electrocardiograma– permanentes y sutiles elevaciones dramáticas: momentos de tensión sexual, miradas que se cruzan, reacciones por un chiste inesperado, acercamientos que connotan violencia agazapada.
La improvisación y la frescura en la composición de las escenas dialogadas no excluyen una elaborada planificación formal, con planos que siempre muestran y duran lo justo. Una mirada atenta permite apreciar, por ejemplo, la idea de rutina que expresa la repetición del plano de Vero en su casa mientras se ve (a la derecha del cuadro) que alguien llega, o el hecho de que la cámara se mueva sólo cuando las circunstancias lo requieren (en una pelea, en un baile).
Echando una mirada al interior de nuestro país, La Tigra, Chaco (premiada en los festivales de Mar del Plata y Karlovy Vary) se diferencia de películas de Carlos Sorín como Historias mínimas (2002) porque elude incidentes y sentimentalismos, se acerca a Ana y los otros (2003, Celina Murga) al centrarse en un personaje joven que sale en busca de antiguos afectos, e integra con El amarillo (2006, Sergio Mazza) un conjunto de obras recientes del cine argentino que han hecho de los pueblos provincianos un universo ligeramente onírico.
No obstante su perfil naturalista, el film de Godfrid/Sasiaín puede verse, efectivamente, como una suerte de abstracción: hay en La Tigra, Chaco algo ahistórico y atemporal, sin menciones a conflictos políticos o sociales de ningún tipo. Se diría que –a pesar de la rudeza que pueda sugerir su título o el diseño de su afiche– se propone como un cuento, como la serena intromisión en un mundo inofensivo habitado por jóvenes, ancianas y trabajadores afectuosos, paseos en bicicleta sin apuro, cantos de pájaros y caminos de tierra. Un mundo donde lo más importante puede ser el redescubrimiento de un libro de la infancia, el abrazo de un bebé o un beso.