La tigra, Chaco

Crítica de Ezequiel Boetti - Cinemarama

Confieso que mís expectativas para con La Tigra, Chaco no eran demasiado auspiciosas. El preconcepto hablaba de una (otra) ópera prima que transcurre en ese inhóspito pueblo (ay!) del norte argentino a donde vuelve un joven luego de “varios años de ausencia”, que además de estrenarse en esa época donde los grandes producciones oscarizables de Hollywood invaden la cartelera que es enero, lo hace tres meses después de su estreno en La Plata (las malas lenguas hablaban de la obligatoriedad de esto último, condición indispensable para acceder a los subsidios del INCAA). Pero había un cabo suelto en mi prejuicio, un factor sin pertenencia al cosmos de esa lógica auto pergeñada. La exhibición de La Tigra, Chaco en el Malba y el Arte Cinema, espacios cuyas programaciones arrían la bandera de la calidad, el riesgo y la búsqueda constante por una plusvalía que supere la medianía imperante en los multicines, se convirtió en, parafraseando al cardenal Samoré, esa lucecita al final del túnel que iluminaba la posibilidad desde entonces aprensible de que estaba ante algo distinto, ajeno a las especulaciones previas y a la futurología que, lamentablemente, falla de forma cada vez más esporádica cuando de películas nacionales se trata. Pero el cine lo hizo de nuevo y esa lumbre suave y lejana se convirtió en una fulgorosa realidad: La Tigra, Chaco no sólo enaltece a la industria vernácula (e internacional, por qué no) convirtiéndose en uno de los máximos exponentes de 2010, sino que alcanza un nivel de pudoroso respecto, delicadeza narrativa y justeza temporal como pocas veces recuerdo en una película.

Pudor: como las mejores películas, La Tigra, Chaco no necesita de grandilocuencias argumentales para construir un relato perfecto y memorable. Apenas sabemos que a Esteban y a La Tigra los une un pasado no demasiado lejano –hacía seis año no iba, según se dice al pasar-, que allí vive Rubén, padre del protagonista y camionero de profesión inmerso en la voracidad de las rutas argentinas sin fecha prevista de retorno, y que ambos deben charlar sobre “algunas cosas de Buenos Aires”. Esteban quizá nació allí y emigró durante su infancia, o quizá sólo Rubén es chaqueño; quizá trabaja, quizá no; quizá estudia, quizá no. Su arribo es con poco más que lo puesto, un bolso medio lleno de ropas pero repleto de recuerdos: La Tigra no es presente, es pasado. Pulula por el pueblo, recorre, reconoce espacios físicos anclados en ese tiempo pretérito, se empapa de las calles polvorientas de las que alguna vez fue amo y señor. Y se cruza con Vero. La Tigra ya no es pasado; es presente. El racionamiento de información no la alcanza a ella, pero sí al vinculo común: sabemos que trabaja con su madre, que prepara el ingreso a medicina, y que está empantanada en una relación amorosa con Roger, el hijo de carnicero. Qué significó ella para él y él para ella, qué imágenes avizoran sus mentes cuando entrecruzan miradas, es parte de ese mágico terreno de las suposiciones: quizá noviaron durante la pubertad, quizá descubrieron la adolescencia en los ojos del otro, quizá exploraron juntos los terrenos de la pasión con la pulcritud y el respeto propio del primer amor, el único y eterno; o quizá fundaron una relación de amistad lúdica que el tiempo y su avance inalterable oxidó con dureza, y ahora, en ese contacto visual, encontraron que la infancia descansa serena e inalterable en un álbum de fotos. Sin embargo, esa economía de datos no impide la empatia instantánea: desde ese momento, el espectador sólo esperara que encuentren la hidalguía suficiente para besarse y para reencauzar los rumbos de sus vidas.

Esteban la ve y se le mueven las tripas, se le acelera el corazón: los recuerdos, su historia, la Historia, le caen con todo el peso de la gravedad sobre la cabeza. Para ella es un cimbronazo en la monotonía en la que está imbuida, un palo entre los rieles de una vida tan tranquila como predecible. Son las huellas de ese pasado indefinido pero tangible que se corporizan ante sus ojos, límpidos y puros. Sin embargo permanecen casi inmutable, se saludan con la frialdad de la sorpresa, con la lejanía no sólo propia de la distancia kilométrica que los separó sino también por la lejanía temporal de las vivencias en común. De allí que son pudorosos, para con ellos, con sus sentimientos y fundamentalmente para con el otro. La aceptación de ese otro ya no como construcción mental sino como una presencia corpórea y tangible los lleva irremediablemente a buscar una conexión con el pasado. Esteban alude inmediatamente a una bufonada propia de ese pasado en común, que funciona en primera instancia: Vero ríe con ganas. Al aprisionar sobre el presente sentimental, y ante la incomodidad que ella manifiesta de confesarse en pareja, él alude nuevamente a esa jugarreta, pero el efecto caducó. La infancia ya es parte ese pasado, es turno de Esteban y Vero adultos.

Delicadeza: el lenguaje del cine pierde por goleada con el lenguaje corporal en La Tigra, Chaco. No hay plano-contraplano, hay “mirada y contra-mirada”. En cada encuentro, más causal que casual, Esteban y Vero se miran sin verse, evaden con la gallardía del timorato enamorado las pupilas del otro; tras cada frase, tras cada estiletazo punzante de ternura, apuntan los ojos hacia abajo. En cada roce, en cada aproximación, en cada sonrisa propiciada no por la oralidad sino por la sensación de continuidad, palpamos la concreción de un anhelo: Vero y Esteban desean que el mundo se detenga el instante preciso en el que sus cuerpos se enreden en un abrazo sincero y cálido, aquellos donde se pone en juego pasado, presente y futuro de ambos, sensación que se amplifica por la magistrales actuaciones de Guadalupe Docampo y Ezequiel Tronconi. Ellos actúan con la totalidad de su ser, con el corazón a flor de piel, con el alma como entidad suprema del cuerpo y de sus movimientos. Vero y Esteban hablan en la puerta de la casa de la tía de él con la candidez de lo inexorable, hasta que asoma Roger. Como un predador atento a la cercanía de la presa, Esteban lo siente, lo vislumbra a lo lejos, escucha sus pasos, percibe el olor de la competencia. Y ahí van sus ojos a revolotear por la inmensidad del diáfano cielo chaqueño y su boca a resoplar un hálito viciado de celos y envidia que flota en un ambiente que se transmite aún más húmedo e insoportable que de costumbre, actos captados a la perfección por la otra dupla en la que se apoya La Tigra, Chaco. Sasiaín y Godfrid no los filman ni retratan sino que los aprehenden. Son respetuosos de la intimidad de Vero y Esteban, los dejan hablar, reconocerse y reconectarse sin entrometer la cámara donde los incomode. Así como el binomio economiza datos e información acerca de los personajes, también economiza recursos formales. Más próxima o más lejana, la cámara aparenta siempre estar en forma casual y escasamente premeditada y se transforma por momentos en una visitante sin la confianza suficiente para acercarse a los protagonistas. Pero en esa aparente contradicción la película gana ofreciendo una visión más global y menos artificiosa de los encuentros. Que la observación sea a una distancia prudencial permite ver la totalidad de la acción, cada gesto y cada movimiento, le adosan a Vero a Esteban una “mundanidad” y cercanía al espectador aún mayor. Como nosotros, ellos son frágiles, vacilan, tartamudean, se quedan sin parlamentos, dudan, temen y aman. La Tigra, Chaco no sólo se apoya en esos dos eslabones, que además son indivisibles.

Temporalidad: Vero y Esteban son sus circunstancias. Las de él se ajustan al retorno finalmente concretado del padre; las de ella, a la aprobación del examen y la posible separación de Roger. Como en Perdidos en Tokio, el desenlace los encuentra unidos por un beso menos pasional que romántico, perdurable como sello de un tiempo inolvidable pero cargado de temporalidad. Bob Harris va a Tokio en medio de una crisis matrimonial irredimible, con media década encima de rutinas y soledades. Charlotte está, a sus jóvenes veinte, de luna de miel con un hombre a quien no conoce, llama a sus amigas para confiarles que no sabe con quien se casó, son seres a quienes no los une sino la temporalidad y la especialidad de su realidad. Cuando tuve la oportunidad de entrevistarlos para Página/12, Sasiaín y Godfrid definieron a la película como un “viaje de vuelta”. Disiento. La Tigra, Chaco es un viaje de ida hacia un mundo que será inconmensurablemente distinto. Como en el final de la película de Sofía Coppola, el protagonista masculino parte hacia su realidad, su vida, sus amigos, su trabajo, su rutina. Ellas, Charlotte y Vero, se quedan allí, en Tokio o La Tigra, inmersas en sus mundos que desde entonces jamás volverán a ser lo que eran. Queda en el espectador la duda acerca de la viabilidad de un futuro encuentro, lo que hace al fin y al cabo que ambas películas tengan un desenlace quizás no desolador, pero si empapado de una enorme nostalgia por ese momento inmediatamente pasado, ya irrepetible. Bob le cambió la vida a Charlotte y Esteban le cambió la vida a Vero. Bob no olvidará su semana en Japón y no pasará un día sin recordar a aquella joven insegura e inexperta en las huestes de la adultez que compartió su circunstancia oriental. Esteban vagueará por Buenos Aires quizá sólo, quizá con esa novia a la cual asegura haber dejado poco antes de su partida al Chaco, pero su vida, al igual que la del espectador, difícilmente vuelva a ser la misma luego de ese viaje inolvidable.