La teoría del todo

Crítica de Soledad Castro - Cinemarama

Para cualquiera que conozca someramente el cine de Hollywood de los últimos quince años, encontrarse con una película cuyo tema principal deriva de personajes destacados de la historia reciente no resulta para nada original. Nomás en la disputa de este Oscar abundan las biografías: Alan Turing en El código enigma, Martin Luther King en Selma, Chris Kyle en Francotirador y la figura de Stephen Hawking en esta película. Impresiona la cantidad de elementos comunes que existen en esos retratos: saltos en el tiempo –es necesario ubicar desde el inicio la importancia futura del personaje, aunque después se comience con su infancia–, pasados torturados, mujeres inspiradoras –detrás de un gran hombre hay una gran mujer–, buenos amigos que bancan la parada, planos fuera de foco o de gran luminosidad donde se quema la imagen y funde a blanco, abundante música extradiegética lo más solemne posible, escenas insertadas sin ninguna sutileza para pasar información al espectador y hacer avanzar la narración. Tales recursos formales dan cuenta de ese pequeño esquema de reproducción de una misma, exacta moral: un hombre que por distintas variables tiene grandes dificultades de adaptación a su entorno encuentra una buena mujer que lo ayuda a dar los pasos definitivos para cumplir con su verdadero destino de héroe. Diría Zamba, el personaje de Paka-Paka: “Me aburro”.

Casi que da exactamente lo mismo que sea Stephen Hawking, un francotirador, un músico ciego o mi abuelita: importan poco los matices alrededor de las distintas profesiones, las particularidades de cada universo o la riqueza de los temas que rodean la vida de estas personas tan importantes. Justamente, en lugar de singularizar, estas películas estandarizan: lo que importa es el amor, los vínculos humanos y el “aguante” alrededor en las distintas caídas y recaídas del protagonista, que se equivoca pero finalmente logra enfrentar sus peores miedos para superarse y así puede, gracias un poco a su propio trabajo y un poco al de la película, ocupar el lugar que le toca en el podio de la cultura pop. Voilà.

Para intentar recuperar el valor de este tipo de discursos puede argumentarse que estamos frente a una serie de películas de género, y sería cierto. Pensando en ese sentido, La teoría del todo lo hace bastante bien: el actor principal es bueno y parecido a la persona real, la muchacha que hace de su esposa resulta bastante medida en la afectación, hay un par de diálogos que intentan dar cuenta de una verdadera intimidad con relativo éxito y algún toque de humor disfrutable. El personaje de Stephen Hawking es sin duda inspirador, por su doble condición de genio y de milagro del tiempo y del esfuerzo: ha logrado vivir muchísimo más que el promedio de personas con su misma enfermedad. La película lidia con el problema de la degeneración física con bastante valentía y naturalidad, aunque cayendo en algún que otro golpe bajo –Stephen se desmaya viendo una ópera, lo llevan en camilla en cámara lenta mientras suena Wagner y se ve el techo iluminado del teatro, y cuando le van a hacer una traqueotomía vemos al médico dibujar con marcador la cruz en su cuello para hacerle el agujero; con qué necesidad–. En cuanto a hacerse cargo de exponer los avances teóricos y académicos del científico, la película es bastante simplista y mediocre. Las explicaciones son breves y banales: toda la idea sobre el concepto de tiempo parece más centrada en convertirse en analogía de sus experiencias personales que en tomar forma como entidad teórica compleja y contundente. Además asistimos al recurso de ilustrar la inspiración del azar –por casualidad, Stephen mira la estufa a través de un buzo y ¡eureka!, ¡tiene una idea maravillosa!–, que a esta altura, en teorías que evidentemente tienen un trabajo inconmensurable detrás, resulta al menos infantil.

En la reconstrucción de época, si bien el arte y la técnica fotográfica cumplen con el eslogan de lo “bien hecho”, se respira un aire un poquito trucho en esas escenas que simulan ser súper 8 en un formato 16:9, en los peinados demasiado a la moda de hoy y sobre todo en el cuerpo de los actores y su relación con el espacio y con el cuerpo de los demás. Se salva la actriz que hace de enfermera cuando Hawking ya no puede hablar: como para el personaje, resulta un aire fresco de belleza y alegría para los espectadores.

Qué más. No es que la película sea “mala”; es un lindo ejercicio impersonal, que cumple con lo que se propone en términos de buscar la emoción, aunque utiliza para eso las maneras más obvias y predecibles –mejor me guardo la opinión sobre el final tipo video de cumpleaños de quince, con un montaje-raconto de imágenes de toda la película–. Creo que el problema de estos materiales es que no respetan una condición del cine de género: la falta de solemnidad, la falta de impostura. Estas producciones no deberían ser presentadas como películas “serias”, no deberían ganar el Oscar como si trabajaran de forma compleja ideas y sucesos complejos. Deberían pasarse en el cable a las tres de la tarde como lo que son: pequeños ejercicios industriales que cumplen con estándares añejos en cuanto a la idea de belleza. Capaz así encontrarían un espacio de oscuridad y anonimato donde experimentar un poco y renovar su batería de gastadísimas, oxidadas herramientas.