La sudestada

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

"La sudestada": un film noir a la criolla

Película extraña, herencia de la novela gráfica en la que se basa, obra de Juan Sáenz Valiente, "La sudestada" combina el cine negro con un costumbrismo estilizado, lo onírico con el naturalismo, incluso la narración clásica con la danza.

¿Será el travelling el mejor recurso de apertura para una película, el gesto adecuado para que el espectador acepte dejar atrás la realidad para adentrarse en un mundo paralelo? En especial el travelling hacia adelante, porque es capaz de generar la ilusión de avanzar hacia un universo que puede parecer más o menos familiar, pero que es siempre desconocido. Bueno, lo es en el caso de La sudestada, tercer largometraje de los directores Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, que es además su primera ficción tras los documentales Cracks de nácar (2013) y La forma exacta de las islas (2014). Porque en ese movimiento virtuoso los directores presentan mucho más que un espacio o a un personaje. En ese recorrido también hay implícito un ritmo, una atmósfera, una estética e incluso una genealogía cinematográfica, que remite de forma inconfundible al film noir.

En el travelling en cuestión, la cámara se toma casi un minuto y medio para atravesar de un extremo al otro la habitación del protagonista, el “Sabueso” Villafañez, un detective privado que por un lado responde al modelo clásico del cine negro –digamos, el Samuel Spade de Humphrey Bogart en El halcón maltés (1941), incluso el Marlowe tardío de Robert Mitchum en Adiós, muñeca (1975)—, pero también resulta cabalmente porteño. Parado junto a la ventana de su departamento, Villafañez observa el perfil nocturno de la ciudad: el contraste no es solo visual, el de la luz anaranjada del interior que enmarca al azul profundo del exterior. Además hay un choque de tensiones entre dos calmas engañosas: la de ese cuarto prolijamente desordenado y la del paisaje urbano, que se apiña dentro de los límites apretados que le impone el marco de la ventana. El balance es perfecto. Algo cercano a la liberación se produce cuando la cámara sale al exterior, para convertirse en un plano aéreo y abierto de la ciudad. Pero la aparición de algunos relámpagos vuelve a poner la tensión en su lugar.

Al Sabueso lo contrata un marido celoso, quien al borde del divorcio quiere saber a dónde va su mujer cuando se ausenta, a veces días enteros. No para usarlo en su contra, dice, sino para intentar recuperarla. Aunque no se parece ni a Bogart ni a Mitchum (es gordito, pelado, entrado en años, nada elegante y no se saca los anteojos de marco de metal ni para dormir), el Sabueso comparte el carácter duro y la mirada ácida de los detectives de Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Y no es alguien fácil de engañar. Para lo que sí es fácil, como todos los de su linaje, es para terminar atraído por la mujer que le encargaron seguir, una femme fatal que también resulta clásica y novedosa al mismo tiempo. Se trata de una sesentona exbailarina, a la que la edad no le ha quitado el atractivo ni el misterio. No hay forma de evitar que el Sabueso quede atrapado entre el trabajo y el deseo.

Película extraña, herencia de la novela gráfica en la que se basa, obra de Juan Sáenz Valiente, La sudestada combina el género con un costumbrismo estilizado, lo onírico con el naturalismo, incluso la narración clásica con la danza. Y hasta utiliza con acierto los efectos especiales. Juan Carrasco y Katja Alemann interpretan con solvencia sus papeles, un aporte valioso para adaptar al contexto argentino un género difícil de realizar fuera del marco de la cultura estadounidense.

Pero además Dieleke y Casabé se permiten otros significativos juegos formales que potencian la naturaleza única de La sudestada. Como el cambio del formato de pantalla que los cineastas realizan durante otro travelling, esta vez sobre el río. El mismo tiene lugar justo cuando cambia la mirada que el Sabueso tiene de la mujer que le encargaron seguir. En ese momento la pantalla se amplía y el travelling se combina con un zoom hacia adelante, generando la ilusión de que la cámara (y el espectador) flotan en el aire, tres metros sobre el agua. De esa manera, los directores consiguen que lo formal se convierta en un espejo de los cambios internos que van teniendo lugar en el protagonista, poniendo al cine a disposición de la ancestral tarea de contar una historia.