La sospecha

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Atrapados en el laberinto

“La sospecha” nos transporta a universos y temas familiares: hay algo de “Río místico” y “Desapareció una noche”, los filmes de Clint Eastwood y Ben Affleck respectivamente, sobre novelas de Dennis Lehane; pero también de “Código de honor”, la cinta que Sean Penn (protagonista de “Río místico”, ya que estamos) rodó sobre libro del oscuro suizo Friedrich Dürrenmatt.

Keller Dover es un tipo sencillo, católico, fanático de la caza y de cantar el himno en la ducha, que vive en una zona suburbana de Georgia. Tiene una esposa bonita (Grace), un hijo varón adolescente (Ralph) y una niñita adorable (Anna). Tiene eso sí algunos rayes: cree que uno tiene que velar por uno mismo y su familia por las dudas, y por las dudas acopia provisiones en su sótano (algo más común en Estados Unidos de lo que se cree).

Los Dover son amigos de los Birch, una familia afroamericana que es su reflejo especular: Franklin y Nancy tienen dos hijas, Eliza y Joy, de las mismas edades que los hijos de los Dover. Juntos se aprestan a celebrar el Día de Acción de Gracias. Las nenitas salen a la calle vigiladas por sus hermanos antes de comer, y durante la sobremesa vuelven a pedir salir de la casa de los Birch a la de los Dover. En un determinado momento, sus padres se dan cuenta de que salieron solas, y comienzan a buscarla. Los hermanos recuerdan que las chicas estaban tratando de subirse a un motorhome estacionado cerca, que a esas horas ya no está.

El detective Loki será el encargado de iniciar la búsqueda, y dará con el vehículo. El dueño es un muchacho con la edad mental de un niño de diez años, y no hay evidencia de que tenga algo que ver con las niñas. Decepcionado, Keller decidirá hacerse cargo él mismo de la resolución del conflicto, con consecuencias inesperadas, mientras Loki encuentra retazos de verdad que puedan darle la clave de lo que pasó.

Pistas y recovecos

La dirección de Denis Villeneuve transmite intranquilidad desde el minuto cero de la película. El recurso de las tomas desde detrás de los vidrios mojados o empañados, la lluvia constante, el cielo plomizo, la camioneta (en la que se sabe que hay alguien): todo apunta a generar tensión pero dosificada según el momento (las dos horas y media se pasan volando), y plasmando los aciertos del guión firmado por Aaron Guzikowski: como buen policial, negocia con el espectador tirando algunas pistas como para que éste ate sus propios cabos (los laberintos, por ejemplo), incluso antes que los involucrados, enceguecidos por el reloj que corre y los aleja de recuperar a las niñas con vida.

¿Hasta qué límites puede ser empujado un hombre bueno ante una situación crucial? ¿Puede alguien librar una guerra contra Dios, corrompiendo el alma de los piadosos? ¿Podemos llegar a pensar que la justicia divina somos nosotros mismos, o que nuestras injusticias compensan las injusticias de un Dios que creemos que nos ha abandonado? Ésas son algunas de las preguntas que organizan el relato, lleno de recovecos y giros inesperados, en los que hechos que se plantean como accesorios terminan siendo claves en el camino a una resolución.

El conflicto de los hombres contra la divinidad atraviesa la historia: desde la escena inicial de cacería en la que se escucha a Keller rezar un Padrenuestro, hasta el cura sospechoso que oculta otro tipo de secreto, y la pasada devoción de Holly Jones, la tía de Alex, el sospechoso. En medio de los símbolos cristianos (la cruz frente al vidrio, las imágenes en la casa de los Jones), aparece una curiosa simbología pagana: los raros tatuajes rúnicos del detective Loki, su apellido (que es el nombre del Dios más ambiguo de la mitología nórdica: hace el mal, pero no siempre por pura maldad) y el medallón del laberinto, casi un símbolo místico.

El laberinto es una buena imagen de encierro (el título original es “Prisoners”): varios personajes se verán literalmente encerrados a lo largo del relato, pero no ahondaremos en ello en virtud de mantener la intriga del lector.

Víctimas y victimarios

Semejante densidad se sostiene en la profunda composición de Hugh Jackman (experto en personajes sufridos, de Wolverine a Jean Valjean) como Dover, cercana a la de Penn en el filme de Eastwood. Por seguir con la comparación, Viola Davis termina teniendo como Nancy Birch su momento crucial, a medias entre su señora Miller de “La duda” y la temible Laura Linney de “Río místico”.

Jake Gyllenhaal se pone en la marcada piel del detective Loki: parco, solitario, con un pasado oscuro, asume el reto de transmitir con poco. Maria Bello (Grace Dover) lleva más allá su rol de esposa suburbana atribulada que compusiera en “Una historia violenta” (de seguro fue elegida tras ver el filme de David Cronenberg), y Terrence Howard (Franklin Birch) interpreta con soltura un personaje quebrado emocionalmente, un registro que ya ha trabajado.

Y después están los Jones: mientras que Paul Dano se mete en el desafío de encarnar al retrasado Alex (uno de esos desafíos que gustan en los premios, o al menos son elogiados en el gremio actoral) y Melissa Leo demuestra que puede construir un personaje más tremebundo que el que encarnó en “El ganador”, pero seguramente no tan rico en matices.

Todos ellos transitarán el laberinto en busca de hacer lo correcto, de saldar deudas, de defender a los suyos, de descubrir la verdad o hacer justicia. De la diferencia de criterios (en los límites entre lo que llamamos “cordura” y “locura”) surgirán los conflictos, esencia misma de lo humano.