La sombra del gato

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"La sombra del gato": ¿de tan mala es buena?

Comienza como un cuento de hadas para adultos, continúa en la senda del relato gótico, con encierros y traumas del pasado a granel, y termina como un homenaje desvaído a David Lynch y/o Terry Gilliam, con guiños al cine de terror con cultos demoníacos.

Estreno en salas únicamente.

El segundo largometraje de José María Cicala confirma su interés por sacudir y mezclar las influencias temáticas y formales más eclécticas. Si en Sola, estrenada hace apenas algunas semanas en el Cine Gaumont, el drama de época con marco bélico derivaba en un tobogán de emociones de tonos alucinatorios, algo similar puede afirmarse respecto de La sombra del gato, que comienza como un cuento de hadas para adultos, continúa en la senda del relato gótico, con encierros y traumas del pasado a granel, y termina como un homenaje desvaído a David Lynch y/o Terry Gilliam, con guiños al cine de terror con cultos demoníacos. Más allá de algunos momentos relativamente logrados sobre el final, nada funciona del todo bien en la película, que no logra convertir el libre albedrío en algo más que una serie de caprichos.

Detalles curiosos no faltan, comenzando por el hecho de que uno de los personajes centrales está interpretado por el californiano (de origen mexicano) Danny Trejo, cuya extensa carrera, usualmente en roles de tipo duro, lo transformó en uno de los rostros más reconocibles en el cine de Hollywood de las últimas tres décadas y media. Trejo, cuya historia de vida puede conocerse en detalle gracias al reciente documental Prisionero número uno, es aquí Sombra, ayudante y hombre para todo de Gato (Guillermo Zapata), dueño de una granja colectiva dedicada a la manufactura de alimentos artesanales que parece ubicada a miles de kilómetros de cualquier rastro de civilización. Gato y Sombra conviven con una joven aborigen y una anciana (Griselda Sánchez y Rita Cortese, respectivamente) y la hija del primero, una muchacha inquieta e interesada en el mundo exterior llamada Emma (Maite Lanata), que anda todo el tiempo simulando un rodaje con una cámara hecha con cartón y colecciona recortes sobre ovnis, mujeres-mono y otros hechos insólitos.

Emma se sube a la camioneta familiar y, sin que medien explicaciones o contextos, aparece en medio de un carnaval, bailando entre las comparsas. El hallazgo de un teléfono celular abandonado provoca indirectamente la excusa para una rebelión y escape, punto de partida de la aventura. El guion, escrito a seis manos, da por sentadas esas y muchas otras cosas sin pedirle al espectador disculpas por la insensatez o el atolondramiento, escudándose en una aparente red de contención camp que incluye villanos que parecen salidos de una película de Los Parchís, un cuarteto de drag queens responsables de un hotel, varios flashbacks que destacan el origen pretérito de las maldiciones presentes y un hospital psiquiátrico con subsuelos inundados. Mezcolanza que no ofrece demasiado sentido, pero tampoco logra generar un disparate estimulante. O tal vez la apuesta sea a un “tan mala que es buena” autoconsciente, en cuyo caso la reacción del espectador dependerá de su tolerancia a ese argentinismo sin definición ni etimología concreta, el así llamado (mal llamado) “cine bizarro”.