La señora Harris va a París

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"La señora Harris va a París": un cuento de hadas.

“Los sueños, sueños son, pero aquí se hacen realidad”, decía Berugo Carámbula en su programa de concursos Atrévase a soñar, el de “Alcoyana-Alcoyana”, marca registrada generacional si las hay. Los cuatro guionistas de La señora Harris va a París, adaptadores de la novela del prolífico escritor estadounidense Paul Gallico (el mismo de La aventura del Poseidón), pueden afirmar orgullosamente lo mismo, aunque aquí la modesta marca de sábanas y cubrecamas debe reemplazarse por la alta costura con diseño de Christian Dior. El film de Anthony Fabian tiene una virtud: la participación de Lesley Manville –eterno rostro del cine de Mike Leigh, de Secretos y mentiras a Mr. Turner, además de la princesa Margaret en The Crown– en el rol titular de Ada Harris, una viuda en la Londres de 1957 que se entera fehacientemente de la muerte de su esposo trece años después de los hechos. Empleada de limpieza en hogares de diversa extracción social, los de arriba y los de un poco más abajo, la señora Harris es una auténtica soñadora a quien la vida siempre trató con respeto pero escasa fortuna.

Eso cambia radicalmente cuando la visión de un despampanante vestido de noche diseñado por Dior la empuja a una misión de ejecución harto difícil: juntar el dinero suficiente para viajar a París, visitar la famosa maison y adquirir en libras contantes y sonantes algún trajecito del célebre diseñador. ¿Imposible? Nada es imposible en los cuentos de hadas y La señora Harris va a París lo es, en más de un sentido. El universo de colores vibrantes en pantalla ancha que describe la película va de la mano de una sociedad británica (recordar, 1957) notablemente integrada en términos raciales. Y la racha de buena suerte en general –en el amor, ya se verá– que llueve sobre la protagonista parece pergeñada por un hada madrina bondadosa, de esas que creen en las segundas y hasta las terceras oportunidades en la vida. Poco importa que al llegar a la capital francesa Ada se tope con una huelga de recolectores de residuos que hace que los alrededores de la Torre Eiffel no huelan precisamente a rosas.

Lo importante son los vestidos, que la cámara registra con delectación una vez que la heroína logra atravesar un par de desafíos (entre ellos, la ligera villanía del personaje interpretado por Isabelle Huppert, suerte de carcelera del universo Dior). Ligero, ingenuo, no apto para espectadores propensos a revolcarse en la ironía, el film de Fabian describe la travesía de la señora Harris como si se tratara de una sucesión de pruebas donde la simpatía y la honestidad van ganándole la mano a cualquier corriente de agresividad y cinismo que pueda cruzarse en el camino. La virtud de Manville radica precisamente en su capacidad de equilibrar con algo parecido a la humanidad el exceso de azúcar refinado de las imágenes: más allá del candor y la superficialidad de todo lo que ocurre, es ella quien logra suspender la incredulidad al punto de hacer del viaje emocional algo, sino del todo potable, al menos tolerable.