La sal de la vida

Crítica de Fernando López - La Nación

El ambiente, el color, el ligero tono agridulce llevan a pensar que se trata de una especie de capítulo 2 de Un feriado particular. Pero es una impresión engañosa, aunque Gianni Di Gregorio vuelva a estar en el centro de la escena y otra vez rodeado de señoras, incluida la inefable Valeria Di Franciscis Bendoni, nuevamente en el papel de su aristocrática mamá nonagenaria, tan refinada como acostumbrada a los caprichos caros. En aquel film encantador que lo reveló como director sensible a una edad en que otros están a punto de retirarse, Di Gregorio era el más joven entre una tribu de viudas a las que, por exceso de mansedumbre o blandura de carácter (y para satisfacer los deseos de su madre), debía darles hospedaje, comida y atención para el feriado de ferragosto. Ahora, con sus sesenta años y su jubilación forzosa y magra, es el más veterano de la casa, lo que no impide que siga siendo el más servicial y que deba andar de acá para allá atendiendo las necesidades de su esposa, de su mimada hija, del novio de su hija y del perro (el propio y el de alguna vecina que sabe cómo engatusarlo), mientras se mantiene atento al celular que su madre emplea para llamarlo por cualquier motivo y a cualquier hora.

La sal de la vida no es una secuela, aunque haya muchos elementos en común entre los dos Giannis. Es que, a la manera de un Nanni Moretti (mucho menos sarcástico, por supuesto, y con aspiraciones más modestas), Di Gregorio ha compuesto sus films sobre la base de sus experiencias personales: sus films son páginas de un diario que basa sobre su vida cotidiana, y ahora ésta le ha mostrado que los años lo han ido volviendo invisible para las mujeres.

Al Gianni de la ficción (todo lo contrario del modelo Berlusconi de las fiestas escandalosas y mediáticas) le ha pasado lo mismo; el problema reside en que él, habituado a su rutina y manso como es, ni le ha prestado atención, hasta que un amigo le hace ver que aun algunos de los caballeros muy mayores con los que a veces comparte un aperitivo en los boliches del Trastevere tienen sus aventuras y, a veces, sus amantes a escondidas. Ante sus titubeos, su experimentado amigo le ofrece algún contacto con profesionales, a lo que se niega. Habrá entonces que estar más atento: galantear a las mujeres que tiene próximas: la vecina de abajo, la enfermera que cuida a su madre, la que fue su primera conquista, algún antiguo amor.

Di Gregorio cuenta todo esto con sencillez, con una comicidad amable que no admite la vulgaridad y evita la autoindulgencia. Algún eco de la commedia all'italiana y otro poco de delicada melancolía se filtran en este tibio retrato de la soledad menos afectado por su buscada ligereza que por un final que aparentemente el realizador no supo cómo resolver.