La reina del miedo

Crítica de Carolina Giudici - Morir en Venecia

“No sé si se fue o si me dejó”, dice en un momento Robertina (Bertuccelli) en referencia a su marido. Esas palabras se cuelan en su verborragia nerviosa y pasan casi inadvertidas, casi divertidas, aunque en ellas se esconda un verdadero huracán existencial. Me importa poco el diagnóstico clínico del personaje o que sus miedos se deban a traumas no resueltos que arrastra desde siempre: ser abandonado sin aviso (sin la dignidad de una despedida, al menos) debería alterar la psiquis de cualquier persona con un mínimo grado de sensibilidad. En esas crisis todo en nuestro entorno queda desencajado, agrisado, corrido de eje, al borde del colapso, aunque la rutina siga y debamos atender con solvencia todos los compromisos previamente pactados (para eso elegimos ser profesionales independientes, ¿no?). Y encima ese amigo del alma a quien necesitamos abrazar hoy está muy lejos… muy pronto ya no estará más. La soledad y la muerte son los verdaderos temas de esta película, justamente aquello que nadie puede dominar. Sin embargo, según muchas de las reseñas publicadas sobre La reina del miedo, parece que resulta muy fácil distanciarse de la protagonista, catalogarla como un caso excéntrico y reducir sus conflictos al cuento de una mujer fóbica/insegura/histérica, con un plus de estrés por el inminente estreno de una obra de teatro. Desconfío de toda persona que diga que no sabe qué es la inestabilidad emocional. Esa persona miente, o no está realmente viva.

Un grácil pero persistente temblor atraviesa todo el relato. Bertuccelli sabe perfectamente cómo matizar la ansiedad con simpatía y humor, pero aun así en cada escena la incertidumbre termina ganándole a cualquier otra sensación. La aparición de Lisandro (Diego Velázquez) resulta clave, ya que con él llega la ternura que Robertina necesitaba. Pero también llega el abismo. La mejor escena del film -por su precisión y su calado- transcurre durante una noche en el departamento de Lisandro, en Copenhague. El viento golpea las ventanas y Robertina no consigue dormir. De repente percibe una sombra detrás de ella. De repente aterrizamos en una película de terror. Ahí está su amigo, Lisandro, sentado en la escalera, encorvado, abstraído. Lo que leemos en su rostro no es miedo. Es pavor. Un pavor inconmensurable. En ese instante ella intuye una profundidad desconocida. Tal vez una intuición-bisagra.

En la ficción, Bertuccelli debe montar el unipersonal “El tiempo es oro”, título que confirma la vocación existencialista que impulsa la película. En varias escenas el reloj se hace sentir en su urgencia opresiva y uno teme que Robertina no logre llegar nunca, ni a los ensayos, ni al aeropuerto, ni a la noche del gran debut. Y además a cierta edad -y esto es un hecho, aunque la ciencia y el discurso de autoayuda pretendan negarlo- también comienzan a acortarse los tiempos para alcanzar esas otras cosas, esas metas que supuestamente son las que le dan un sentido a nuestro tránsito por la Tierra: tener un hijo, escribir un libro, plantar un árbol.

De un día para otro, y para su sorpresa, a Robertina le plantan como cuarenta ficus en el parque de su casa, cuando su prioridad era quitar de allí un árbol seco para trasladarlo al escenario de su obra. Creo que la trama vinculada al teatro, más allá del bucle autorreferencial, funciona principalmente como dispositivo abierto a la circulación de símbolos y preguntas. ¿Por qué llevar al teatro ese árbol incómodo de ramas peladas y tristes? ¿Qué busca Robertina con ese árbol? ¿Por qué la insistencia en arrancarlo de raíz? ¿No es mejor plantar un árbol joven, para cuidarlo y verlo crecer? ¿Por qué colocarlo justo allí, en su espacio de creación? ¿Para convertirlo en ficción? ¿Para salvarlo del tornado que aún no terminó de devastar su hogar? ¿Aspira a resucitarlo, quizás? Ya no tenemos 20 años. No podemos plantar un tallo y sentarnos a esperar. Por eso me gusta la idea del crítico Shikhar Verma, quien postuló que esta película, en el fondo, se trata del miedo a empezar de nuevo. Hay que asumirlo nomás. La ansiedad se vuelve inevitable cuando uno por fin descubre que lo único que realmente importa es aprender a decidir, minuto a minuto, qué hacer con el tiempo que nos queda.