La reconstrucción

Crítica de Maria Marta Sosa - Leer Cine

PREPARADO PARA LA LUZ

La reconstrucción es una de las mejores películas estrenadas en el año, habla de un director argentino que entiende qué debe hacer con los elementos específicos del cine para conmover al espectador y hacer con grandeza su trabajo.

Eduardo (Diego Peretti) recorre el pasillo de su casa hasta llegar a un cuarto cerrado. Arriba de la puerta está la llave que abre ese espacio físico (y más allá de lo físico) donde tiene que entrar para buscar un bolso para acudir al llamado de un amigo. La potencia condensada en los pasos, en la mirada, en los gestos del actor, hacen que ese ingreso conmocione a quien lo mira. La puesta en escena destaca un pañuelo femenino prolijamente colgado entre los trastos viejos. Eduardo parece más abatido de lo que lo hemos visto hasta aquí. Necesita apoyarse sobre los objetos, es como si algo lo sepultara más, como si el peso más grande que pueda afrontar un hombre se duplicara o triplicara en intensidad. Esta brillante y emotiva escena condensa la descripción del personaje que Juan Taratuto, director de La reconstrucción, comenzó a narrar desde el inicio de la historia. Su película parece estructurarse en tres escenas núcleo que aúnan la carga emocional primero de Eduardo, luego de Eduardo, Andrea (Claudia Fontán) y Mario (Alfredo Casero) y finalmente de Eduardo, Andrea y sus hijas. Taratuto lleva a su protagonista por un camino con desnivel, que sube hasta el límite humano donde la angustia no tiene más lugar y obliga a crear una salida. Las decisiones del director-autor y de su colaborador autoral (Peretti quien ya nos tiene acostumbrados a textos impecables con Los simuladores) son exactas. La construcción del off mediante sonidos, objetos que pasan de un campo a otro, miradas, hace que La reconstrucción sea hasta aquí el estreno del año.

Pero volvamos a esas escenas núcleo. La segunda. A ella llegamos conociendo más a Eduardo, valorando su gesto de ayuda para con su amigo Mario, pese a ese mundo interno que lo mantiene anulado, casi tapado por la mugre (la de su cuerpo, la de su ropa, la de algunas de sus actitudes poco fraternas), quizás a salvo, de la (otra) muerte. Si nos parecía que Taratuto no podía conmocionarnos más que con aquella entrada al cuarto en la casa de Eduardo, nos equivocamos. Todos los elementos del cine al servicio de la sensibilidad del director hacen que duplique esa emoción antes experimentada. Como si estuviésemos en un melodrama de Douglas Sirk la banda sonora combustiona con las interpretaciones de Peretti y Fontán para declarar nuestro colapso. El plano general forzado de manera que contiene a los personajes y a su entorno pero que nos permite el detalle de su rostro, de su gestualidad sumado al off que invade el campo provocando un impacto en la vida de los protagonistas tan fuerte e intenso como el miedo más humano. Todo administrado por Taratuto con ondas expansivas cuyo epicentro no deja de irradiarnos.

La reconstrucción es la historia de la búsqueda de la identidad de Eduardo, una construcción desmoronada por la muerte. Es el camino de un hombre que ha fracasado, que se ha topado con el límite humano, que ha sido “bloqueado” por ese sin sentido. Este recorrido nos lleva a la última de esas escenas. Previo a este punto, un cambio radical en la puesta en escena: hay más luz (desde la fotografía y desde todos los aspectos fílmicos). Hay un cuerpo que se baña y otro que acaricia, gestos de solidaridad, de cuidado por el otro y por sí mismo. La llegada a esa hermosa escena será de la manera que Eduardo arribó a todos los puntos de su itinerario: con su camioneta. Este dato concreto habla de otro acierto: el uso correcto del símbolo. Serán varios los intentos de apuntalar a ese ser, pero el interesado deberá consentir ese nuevo destino, deberá estar preparado para la luz. Así llega el protagonista a esta última escena núcleo donde con un gesto humano se encuentra física y metafísicamente consigo mismo y con los otros.