La Quietud

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

Ya desde su título, La quietud impone un contraste estridente: no hay nada en el décimo filme de Pablo Trapero que se parezca al reposo, y por eso la relajada llegada de Mia (Martina Gusmán) a la amplia estancia familiar no es sino un breve umbral hacia una cruda inquietud.

Lejos del sutil suspenso perverso-burgués de un Hitchcock o un Chabrol y más cercano al pastiche –de los más flojos- de François Ozon, La quietud despliega la marcha hacia el abismo de una familia argentina de clase alta que esconde debajo de su alfombra rural la oscuridad de todas las aberraciones de sangre: incesto, violación, asesinato y hasta una negra intervención histórica.

El vínculo oneroso-notarial –y el presagio del derrumbe– se hace rápidamente explícito en el viaje relámpago que Mia emprende con su envejecido padre a la escribanía urbana donde él trabaja y en la que se desploma por un ACV. El traslado patético del entubado moribundo a la casa de campo coincide con el arribo de su otra hija, Eugenia (Bérénice Bejo), que reside en Francia y es a las claras la preferida de su autoritaria madre (Graciela Borges, también sostén inmoral de la película).

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Comentario de "La quietud", de Pablo Trapero: rural y decadente
Calificación VOS:
1 de septiembre de 2018 • Cine > Comentario de cine

Por Javier Mattio
10
En La quietud Pablo Trapero pone el foco en una familia de clase alta de elenco internacional presidido por Graciela Borges. El resultado deja que desear.

Ya desde su título, La quietud impone un contraste estridente: no hay nada en el décimo filme de Pablo Trapero que se parezca al reposo, y por eso la relajada llegada de Mia (Martina Gusmán) a la amplia estancia familiar no es sino un breve umbral hacia una cruda inquietud.

Lejos del sutil suspenso perverso-burgués de un Hitchcock o un Chabrol y más cercano al pastiche –de los más flojos- de François Ozon, La quietud despliega la marcha hacia el abismo de una familia argentina de clase alta que esconde debajo de su alfombra rural la oscuridad de todas las aberraciones de sangre: incesto, violación, asesinato y hasta una negra intervención histórica.

El vínculo oneroso-notarial –y el presagio del derrumbe– se hace rápidamente explícito en el viaje relámpago que Mia emprende con su envejecido padre a la escribanía urbana donde él trabaja y en la que se desploma por un ACV. El traslado patético del entubado moribundo a la casa de campo coincide con el arribo de su otra hija, Eugenia (Bérénice Bejo), que reside en Francia y es a las claras la preferida de su autoritaria madre (Graciela Borges, también sostén inmoral de la película).

Una torpe escena de masturbación mutua entre las hermanas –y un primer subrayado de la decadencia del clan en el recuerdo de un pasado de celuloide que siempre fue mejor– corona con su canción a todo volumen de Mon Laferte una superposición insólita de capas y tonos y registros de la que La quietud nunca se recuperará.
La entidad masculina que integran Joaquín Furriel y un desaprovechado Edgar Ramírez y que insufla sexo, infidelidad y feromonas al súbito matriarcado está igualmente traída de los pelos y sucumbe entre el lugar común y lo inverosímil.

Como las frustrantes intermitencias lumínicas del living hogareño de la que se queja el personaje de Borges, La quietud chisporrotea entre la exageración vincular de telenovela, un mal thriller pseudoerótico, una tragicomedia de risa involuntaria y un policial político metido a presión.

Aunque las intenciones de un director siempre permanecen inescrutables, la película sugiere que Trapero quiso dar aquí un desvío del foco social-marginal de su conocido sello (Carancho, El bonaerense, Leonera), que parece asomarse en un ínfimo fuera de campo en la aparición de una ambulancia, un juicio, un coche de policía, la amenaza carcelaria.

Este otro lado de intimidad aristocrática de cámara –que es el coqueteo consagrado con estrellas internacionales– acaba siendo un traspié forzado en quien entregó algunas de las cintas más paradigmáticas del Nuevo Cine Argentino. No es raro, entonces, que en La quietud haya un embarazo perdido suplido por la inseminación artificial, símbolo de una película sin razón de ser que encuentra su acabado en una obsecuente manipulación.