La princesa de Montpensier

Crítica de Fernando López - La Nación

Bertrand Tavernier vuelve al pasado histórico, más precisamente al siglo XVI, en los días de las guerras de religión que preceden a la Noche de San Bartolomé, a la corte del rey Charles IX, a las intrigas entre aristócratas, a los gentilhombres de capa y espada que alternan batallas sangrientas y galanteos, a los señoriales castillos de infinitos salones, pasadizos y recámaras; a las cabalgatas y los carruajes; a los interiores fastuosos, los tapices, los terciopelos; al film de época en fin, con toda la suntuosidad visual y la cuidada reconstrucción que exige y con el refinamiento estético que el francés exhibió en varias obras desde que, en 1975, recreó los comienzos del siglo XVIII con Que la fête commence . Pero lo hace sin ningún envaramiento, sin exhibicionismo gratuito ni ampulosidad. Sin llegar al distanciamiento deliberado que buscaron otros cineastas como Eric Rohmer ( La inglesa y el duque ), el director de Capitán Conan conserva por un lado la extrañeza que el espectador actual puede sentir ante modos de vida, estéticas, creencias y códigos de tiempos lejanos, pero por otro disipa esa sensación al conferir a sus personajes la pulsación y el nervio de seres vivos y actuales, acentuando su violencia y la visceral manifestación de sus pasiones y subrayando el carácter de su protagonista, una mujer que conoce los deberes que se le imponen y los acepta, pero aspira a su independencia, y mientras encuentra la forma de adquirir las armas para obtenerla mantiene su rebeldía y la traduce en el terreno de los sentimientos.

Marie de Mézières (Mélanie Thierry) tiene todo para que a su alrededor revoloteen los galanes más ambiciosos: suma a su belleza y su gracia la pertenencia a una familia rica e influyente. Las circunstancias la colocan entre cuatro hombres: Henri de Guisa (Gaspard Ulliel), su primer amor, que a pesar de sus vacilaciones todavía la alborota; el príncipe de Montpensier (Grégoire Le Prince-Ringuet), su marido por decisión familiar, con quien ha logrado entablar una relación aceptable; el duque de Anjou (Raphäel Personazz), futuro rey Enrique III, vanidoso y superficial, que quiere sumarla a sus conquistas. Y por fin, verdadero coprotagonista, el conde de Chabanne (Lambert Wilson), un protegido de su esposo, sabio y sensato, que abandonó las armas, se convirtió en su preceptor y no tardó en confesarle su amor, aunque siempre actúa como un amigo leal. También se pone de su parte el propio Tavernier que ha querido transmitir al film el espíritu humanista del Renacimiento. Celos, intrigas y traiciones alimentan el folletín, que avanza tenso y a sostenido ritmo gracias a la segura puesta en escena, al dinamismo del montaje y al compromiso de los actores. Un espectáculo vibrante y seductor.