La princesa de Francia

Crítica de Marianela Santillán - Proyector Fantasma

Perspectivas de amor compartido

Matías Piñeiro (Todos mienten, El hombre robado­) realiza “shakespereadas” hace unos ocho, nueve años ya; la propuesta comenzó con Rosalinda -con parlamentos de Como Guste (1599)- y siguió con Viola -con parlamentos de Noche de Reyes (1602)-. En este caso, en el marco del 17 BAFICI, se presenta a modo de estreno local, La princesa de Francia –basada libremente en Trabajos de amor en vano, también llamada Penas de amor perdido (1595-1596)- película que viene a funcionar como una suerte de cierre de ciclo.

Fiel a su estilo elegante a la hora de narrar, el joven director contó una vez más con “las chicas Piñeiro”: María Villar, Laura Paredes, Agustina Muñoz, Romina Paula, Elisa Carricajo y Gabriela Saidón, pero este film tiene una particularidad que lo diferencia de las anteriores shakespereadas: incluir a un hombre como uno de los personajes centrales.

Así Piñeiro nos presenta a Víctor (Julián Larquier Tellarini), director de un grupo teatral que a partir de la muerte de su padre, se va por un año a vivir a México, y a su regreso trae nuevas propuestas laborales. Concretamente su idea es realizar la misma obra que antes, pero esta vez en formato de radioteatro, para luego poder venderla y así ganar algún dinero. Es en este punto, que la obra original y la historia construida por Piñeiro comienzan a entrecruzarse: en la obra de Shakespeare los hombres de Navarra prometen dedicarse sólo al estudio, luego de ciertos conflictos amorosos a partir de la llegada de la princesa de Francia y sus damas. Mientras que en el film, Víctor mantiene vínculos cercanos con todas sus actrices. Paula (Agustina Muñoz) fue y tal vez siga siendo su novia, Ana (María Villar) es su amante, Natalia (Romina Paula) tuvo un acercamiento a él en el último tiempo, Lorena (Laura Paredes) es su amiga, pero apuesta a más y Carla (Elisa Carricajo) es parte del fugaz recuerdo de una noche musical. Completan el panorama y el drama romántico Jimena (Gabriela Saidón) y Guillermo (Pablo Sigal), que también tiene bastantes confusiones sentimentales.

La multiplicidad de relaciones marea al espectador, y al propio Víctor, que indeciso, manipula y acepta ser manipulado por estas mujeres, mientras jura y perjura que ya no es quien solía ser, y que ha cambiado. De la misma forma, podemos ver desde el magnífico plano inicial de La princesa de Francia como el estilo narrativo y lúdico de Piñeiro también cambia y continúa innovando. Los planos ahora son más amplios, más generales y se le da más protagonismo al espacio natural –vemos bastantes escenas al aire libre, en parques, y también en canchas de fútbol, o en escalinatas de museos- además, los diálogos iniciales tienen un ritmo bastante más acelerados que en Viola, pero conservan el estilo armonioso.

Otra particularidad que ya hemos mencionado, tiene que ver con posicionar a un hombre como el eje central de la trama, pero manteniendo al universo femenino, con sus perspectivas y complejidades, como el gran protagonista y propulsor narrativo, tal como William Bouguereau plasmó en Ninfas y Sátiro.

Idas y vueltas, enredos, cruces inesperados o ultra anunciados entre ficción y realidad, y las siempre eficientes reiteraciones –de texto y de situaciones- son marcas registradas en el cine de este director, y aquí sólo logran embellecer aún más una historia cautivante y deliciosa, a la vez que se deconstruye y desdramatiza a Shakespeare mixturando sus parlamentos con registros coloquiales contemporáneos.

En definitiva, La princesa de Francia es un film cautivador tanto desde lo narrativo y lo actoral, pero sobre todo desde lo visual (aplausos al gran ballet cósmico luminoso diagramado por Fernando Lockett, el mejor DF de Argentina) que cierra de forma maravillosa, una etapa experimental y seductora de Matías Piñeiro, quizás el más interesante y singular realizador local de la última década.