La princesa de Francia

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Otro gran acierto de Piñeiro

Una novia, una ex pareja despechada y otra obsesiva y demandante, una amante, una pretendiente... Víctor vuelve a Buenos Aires después de pasar un año en México y está rodeado de mujeres con las que protagoniza una serie de enredos amorosos que son el corazón de La princesa de Francia, una más de las "shakespireadas" de Matías Piñeiro, director argentino afincado ahora en Nueva York. Más que novedades con respecto a las otras dos películas que forman parte de una misma serie (Rosalinda y Viola) basada en obras del célebre dramaturgo inglés, La princesa de Francia consolida un estilo, refina la estética de Piñeiro, ajusta el pulso de su particular enfoque de la comedia amorosa. La referencia más inmediata, se ha dicho bastante, es el cine de Eric Rohmer, uno de los realizadores más personales de la nouvelle vague francesa. Las virtudes de Piñeiro no son pocas: tiene pleno dominio de la puesta en escena, imaginación para explotar diferentes recursos visuales, convicción en la dirección de actores, habilidad para imprimirle ritmo a la narración e inteligencia para traficar información que ilustra sin sonar didáctica. Además de los bellos y contundentes textos de Shakespeare, en La princesa de Francia circula data que rara vez aparece en un mismo contexto: parte de la nutrida obra de William-Adolphe Bouguereau, pintor del siglo XIX valorado por los ricos de su época y aborrecido por Van Gogh y Cézanne, el pop luminoso de los Beach Boys y la inspirada música de Jvlián, de lo más interesante de la escena independiente porteña actual. Los personajes de las historias de Piñeiro son siempre jóvenes de clase media urbana que se mueven en ambientes bien determinados (teatros, museos, un club tradicional de Vicente López, en este caso), discuten sobre tópicos académicos y, por lo general, protagonizan entretenidas aventuras sentimentales. Hablan mucho, pero con un tono y un ritmo que se entretejen a la perfección con la narrativa visual del director, siempre grácil y fluida. Y son interpretados por un grupo de actores curtidos en la escena teatral independiente que responde con notable eficacia a las necesidades de Piñeiro. Ahí están para certificarlo Julián Larquier Tellarini, el atribulado protagonista en torno al cual gira la historia, dotando de misterio y seducción a su personaje y resolviendo con mucha pericia la exigencia de un primer plano sostenido, y Pablo Sigal, transformado por un rato en proto-rapper poético. Cargada de pliegues, superposiciones de puntos de vista y paralelismos, esta nueva película de Piñeiro denota convicción y honestidad. Y está llena de ideas, que no sobran en el cine contemporáneo.