La prima cosa bella

Crítica de Karen Riveiro - Cinemarama

El pelotazo en la cabeza

El efecto adormecedor que podía provocar ese viernes soleado, con el silencio callejero de la tarde recién llegada y con una inminente gripe en el cuerpo, iba a ser apenas durable. ¡Pum! Pelotazo en la cabeza: esto no es sólo lo que le ocurre en la primera escena a Bruno, el aletargado personaje principal, también fue lo que La prima cosa bella provocó en mí. Apenas hubo tiempo –y a pesar de sus dos horas de duración– para distracciones, anotaciones o alguna tos impaciente, puesto que, en la vorágine de la experiencia de ver esta película, lo real parecía estar pasando más cerca de la pantalla que de la sala en la que estaba.

La prima cosa bella es la historia de Bruno Michelucci (Valerio Mastandrea), un profesor de literatura de una escuela de Milán que sobrevive con los recuerdos de una infancia marcada por la belleza y la vitalidad de su madre Anna (Stefanía Sandrelli). El relato del pasado de esta familia comienza en 1971, cuando Anna (en su juventud es interpretada por Micaela Ramazzotti) es elegida la “mamá más bella del verano” en una playa de Livorno; a partir de este punto, además de advertir por primera vez la belleza de Ramazzotti, las escenas comienzan a dividirse entre flashbacks y el presente en el cual Bruno vuelve a Livorno y, acompañado por su hermana Valeria (Claudia Pandolfi), se reencuentra con su madre.

El realismo que impregna los diálogos, las actuaciones y la puesta en escena en general es, quizás, el mayor atractivo. Pero la belleza de la película resulta, además, de una especie de trasplante que opera en cada escena de conflicto: la extirpación del melodrama se realiza apenas éste asoma y en su lugar se instala el humor que, por otra parte, jamás es forzado. En este sentido la película se parece a Anna, la apasionada madre que sin importar la situación y abrazada a sus hijos, mezquina la tristeza o el cansancio: el gesto que delata el agotamiento y la alegría fingida cuando sus hijos no la miran jamás aparece en ella.

No recuerdo haber disfrutado tanto esa última media hora, ya pasados los noventa minutos, cuando el reloj biológico del espectador comienza a avisar que hace rato que uno está allí: La prima cosa bella es, en este aspecto, una cura al pensamiento distraído, al adormecimiento de los pies y los sentidos en la sala. La película, y al igual que las múltiples interrupciones que aparecen siempre que Bruno está a punto de drogarse y que lo obligan a hacer otra cosa, nunca se abandona a la comodidad de anclarse en un único elemento. Ni un personaje, situación o escena resultan tan estáticos u omnipresentes en La prima cosa bella como para robar protagonismo: por el contrario, el universo de Virzi parece estar enteramente reglado por lo intercambiable, lo mutable, lo relativo.

Puede que todo lo anterior se reduzca, finalmente, a la única idea del intentar verse de lejos, el abstraerse de todo hecho trivial y cotidiano para mirar el conjunto, como en una película. Y esa posibilidad en La prima cosa bella es la misma madurez que también atraviesa a sus protagonistas; por eso el humor, por eso la falta de polaridad y etiquetas en los personajes, por eso el exilio del melodrama. Cuando el presente cae en la cuenta de que, con el paso de los años, hasta lo más duro del pasado puede ser gracioso, ridículo o insignificante, llega la mejor de las películas: no aquella que se manifiesta tomando mucho jarabe para la tos, tampoco esa que se despliega ingiriendo una pastilla roja, sino más bien la que inicia con un pelotazo en la cabeza.