La posesión de Mary

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

"La posesión de Mary": el diablo metió la cola

Posesiones, demonios, exorcismos: todos esos tópicos se amontonan cuando alguien los invoca en La posesión de Mary, el título local de una película que originalmente solo se llama Mary. Augurios que luego se cumplirán a medias, o directamente no lo harán, porque la mentada posesión nunca tendrá lugar, o no al menos en los términos clásicos del género, y por lo tanto tampoco habrá ningún exorcismo. En cuanto a la figura del demonio, bueno, ahí está y es justamente la que termina de hundir a esta película, que en una realidad alternativa podría haber sido (un poco) menos peor.

“El mal necesita un cuerpo”, dice Sarah, sobreviviente del naufragio de un velero en el que viajaba junto a su marido David y sus dos hijas, Lindsey y Mary. La mención de ese último nombre puede hacer que el espectador potencial comience a tomarse la cabeza pensando en la obviedad del título, pero denle tiempo a la sinopsis. Porque resulta que el propio velero en el que viajaba la familia también se llama Mary y es a la nave a la que se refiere Sarah cuando habla del cuerpo del mal. El detalle resulta modestamente promisorio, porque la idea de un objeto inanimado como sujeto de una posesión demoníaca se corre de los lugares más comunes del asunto. Incluso uno puede llegar a ilusionarse pensando en antecedentes como Christine de John Carpenter, película de 1983 en donde el poseído era un auto. Un auto que comparte con el velero de esta película el hecho de ser dueños de un nombre de mujer, porque parece que en el cine el mal no puede habitar ni proceder de otro género que no sea el femenino. Todos esos esbozos de reflexión se disparan con la sola mención del barco diabólico, pero la película se encarga de pulverizarlos más bien rápido.

Apenas pasaron ocho minutos cuando La posesión de Mary encadena sus dos primeros sustos, uno atrás del otro, recurriendo primero al truco del ruido inesperado que en la mezcla sonora suena más fuerte que el resto y luego a la aparición sorpresiva de algo que sale de un mueble que antes estaba vacío. Trucos fáciles, cómodos, que comienzan a mostrar cuál es el camino elegido por la película para generar miedo. La búsqueda del impacto por el impacto, aspiración que va relegando a la creación de climas a un espacio menor en la lista de prioridades narrativas. El problema es que el impacto sin clima se vuelve anticlimático y se desvanece con el flujo mismo de las imágenes, en lugar de amontonarse hasta convertirse en angustia, sentimiento esencial para lograr un funcionamiento eficaz del género del terror. A partir de ahí es posible trazar el itinerario de la película con la misma certeza con la que Gary Oldman, capitán del Mary y pater familias, traza la ruta de su travesía hacia las Islas Bermuda. Que, por si hacía falta otro lugar común, es el destino de ese viaje familiar que va a terminar mal, pero que la película nunca consigue hacer que le importe a nadie.