La Pivellina

Crítica de Diego Lerer - Clarín

Y el tiempo nos llevará...

Una familia de artistas recoge a una niña abandonada.

Los otros tienen un pasado y, posiblemente, un futuro también misterioso. En un punto en la vida, fortuito acaso, se cruzan con nosotros y crean lazos que con el tiempo mutan, se transforman. Y esas mismas personas, esos otros, algún día pueden marcharse y todo lo que les sucederá después será igualmente ajeno e inaccesible. ¿Nos recordarán? ¿Los recordaremos? ¿Será ese cruce en la vida algo importante o nos convertiremos todos en algo borroso, en eso que el tiempo se llevó? La pivellina es una película sobre el tiempo, en más de un sentido. Lo es, porque se centra en el que una niña pasa con una familia: desde que la encuentran hasta que termina la historia, de final abierto. Y es una película sobre el tiempo porque su narrativa se estructura a partir de ese concepto: no es un filme de acontecimientos, es uno de momentos, de lo cotidiano, es el cine como experiencia viva.

Asia (“Aia”, lo pronuncia la nena de dos años) es el nombre que le pone Patty a la niña que encuentra un día en un parque, al parecer abandonada. La pelirroja Patty es una artista de un circo ambulante que vive con su marido y un adolescente en condiciones algo precarias en las afueras de Roma. La llegada de “Aia” produce todo un cambio familiar y es motivo para el deleite, el placer, pero también la incomodidad, el peligro y la culpa.

Es que, al encontrarla, la chica tenía en su ropa un mensaje pidiendo que la cuiden y que se hagan cargo de ella por un tiempo, hasta que puedan venirla a buscarla. Walter (el marido de Patty) supone que tenerla les traerá problemas con la ley. Ella, consciente de ese peligro, es incapaz de dejarla en un instituto y se hace cargo.

Así, mientras las rutinas de preparación del humilde acto circense continúan y las relaciones familiares se van revelando, “Aia” se suma con una simpatía a prueba de todo al esquema. Covi y Frimmel registran esos hechos sin recargar las tintas del drama que está planteado en ese encuentro inicial: hay una tensión circundante que hace que cada acto, por menor que sea, adquiera un carácter dramático.

Hay mucho de los Dardenne en el filme de Covi y Frimmel, quienes también son documentalistas con larga experiencia (de hecho, la pareja de artistas circenses aparece en su documental Babooska ) que debutaron en la ficción con este filme que pasó por Cannes 2009. Si algo los diferencia de los belgas es una visión menos oscura de lo cotidiano, más luminosa y cálida. El peligro y los problemas acechan, es cierto, pero quedan casi siempre fuera de campo o se presentan de manera desdramatizada.

La pivellina juega en el límite entre la ficción y el documental, pero no sólo por la puesta en escena, sino por la presencia de “Aia”, cuyas actitudes y movimientos, cuya mirada y ternura, son imposibles de ser “dirigidas” por la voluntad de cineastas. Es así que el espectador se va dejando llevar por el relato a través tanto de la experiencia de estos súbitos padres sustitutos, como también mediante la mirada de la niña, esa niña con un pasado misterioso y un futuro que podrá serlo también. O no.

Así, el filme crece hasta convertirse en una experiencia emocional devastadora. Con unos pocos elementos, construye un mundo de afectos, de contención, de alegría. Como en Donde viven los monstruos (recién editada en DVD), el filme es un segundo hogar, un resguardo en la tormenta. Afuera, las cosas serán distintas. Mejores o peores, quién sabe. Sí, seguro, serán ajenas, lejanas, misteriosas.