La piel que habito

Crítica de María A. Melchiori - Cine & Medios

Sobrevivir a la obsesión

El doctor Robert Ledgard (Antonio Banderas) es un hombre de mediana edad, parco en sus gestos y palabras, una eminencia en su especialidad: la cirugía plástica. Lleva algunos años retirado en una clínica-casa llamada El Cigarral, en las afueras de la ciudad, con la única compañía de su fiel criada Marilia (Marisa Paredes) y una paciente muy especial que está confinada a una habitación hermética.
La joven paciente (Elena Anaya) alterna momentos de sumisión resignada a su condición de cautiva, con otros momentos de rebeldía que la dejan al borde del paroxismo. Porque Vera no está allí por su propia voluntad; el doctor Ledgard tampoco es el profesional equilibrado y compuesto que sus colegas creen, y en medio de ellos se extiende una red de ocultamientos y una historia de tragedia, crímenes y violaciones a la ética.
Una visita inesperada a El Cigarral trastocará el orden que Robert supo cultivar en años de reclusión; el quiebre se suscita justo cuando la obra máxima del cirujano ha culminado. Porque la ambición de Robert es, ni más ni menos, que la perfectibilidad de la piel humana. Un descubrimiento que, de haberse producido años atrás, le habría salvado la vida a su esposa Gal.
Los almodovarianos puros se reencontrarán con un atisbo de aquél cine desquiciante, descolocado que fue el sello del manchego en los noventa. Los más neófitos, una película que es pura adrenalina desde el comienzo, pese a alguna morosidad en el relato. Los diálogos, en general, son circunstanciales y bastante olvidables (con la sana excepción de las escenas que comparten Banderas-Cornet y Banderas-Anaya). En todo caso, no defrauda, aunque sobre el final la tensión afloja el nudo de tal manera que parece que hubiéramos entrado en otra película; justo cuando todo termina. ¿O es que empieza?