La piel que habito

Crítica de Laura Osti - El Litoral

Siempre hay lugar para un rollo más

Robert es un cirujano plástico exitoso que además se dedica a la investigación. En los últimos tiempos ha estado experimentando en su laboratorio en la creación de piel, mediante un procedimiento transgénico, para ser usada en humanos.

Sus aplicaciones serían varias, desde reparación de heridas producidas por quemaduras hasta prevención de otras enfermedades, “como por ejemplo, la malaria”, dice sin titubear ante un auditorio de colegas que lo escuchan entre maravillados e incómodos.

Pues a partir de ahí empieza a desenrollarse la historia que hay detrás de Robert. Resulta que el hombre estuvo casado con una mujer muy bella que casi muere víctima de un accidente de tránsito en el que el vehículo en el que viajaba se incendió. Rescatada de entre las llamas, aún con vida, logró sobrevivir gracias a los cuidados de su esposo, pero quedó desfigurada. Mientras la cuidaba, Robert empezó a investigar la manera de recuperar la belleza perdida de su mujer.

La historia que cuenta Pedro Almódovar en “La piel que habito” está basada en la novela Tarántula, de Thierry Jonquet, y refiere al caso de este médico quien, pese a sus esfuerzos por salvar a su esposa, no lo consigue, aunque le queda una hija, la que sin embargo, al haber presenciado el suicidio de su madre (por culpa de un espejo inoportuno que se cruzó en su camino), debió ser internada en un neuropsiquiátrico ya que la experiencia la sumerge en la locura.

Es decir que la vida de Robert no es un lecho de rosas ni nada que se le parezca. Pero la vida le tiene reservadas todavía más experiencias extremas. Cuando su hija parece recuperada, decide llevarla a una fiesta para que se empiece a socializar y no va que cae en manos de un joven drogadicto que solamente quiere divertirse. Una confluencia de señales y situaciones hacen que el encuentro entre los chicos se convierta en una desgracia.

A partir de entonces, el cirujano plástico volverá a sus experimentos, pero ahora motivado por su sed de venganza y pasará fronteras, físicas, mentales, morales y espirituales, hasta lograr resultados extraordinarios. Claro que todo eso ocurrirá en la clandestinidad y en el más absoluto aislamiento, en su clínica privada, que también es su hogar, una especie de fortaleza hermética en las afueras de Madrid.

Almódovar vuelve a sus obsesiones en “La piel que habito”. Pone a jugar cuestiones que tienen que ver con los deseos más profundos que anidan en la mente humana y que a veces consiguen manifestarse, dando rienda suelta a fantasías que no por retorcidas no resultan familiares.

El clásico tema del científico loco que experimenta con seres humanos, logrando transformaciones que pueden llegar a modificar de tal manera la naturaleza, que lo que se obtiene ya no se sabe a qué categoría pertenece. Sin embargo, y pese a todas las transgresiones, la crueldad extrema y la perversión dominante, el director manchego parece añorar un espíritu de normalidad al que se aferra siempre. Un retazo, apenas un recuerdo medio perdido de algo que pertenecía a otra realidad, esa realidad perdida, destruida y fragmentada, irremediablemente transformada en otra cosa.

Almodóvar cuenta historias entre absurdas e inverosímiles, sólo para expresar a través de su arte, los delirios a lo que se puede llegar cuando se va más allá de los límites conocidos, y lo hace con cierto refinamiento.