La piel que habito

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

El cuerpo, la piel, el bisturí y el deseo

La nueva película de Pedro Almodóvar conjuga una historia dark con una estética freezer, uniendo a gusto y placer citas cinéfilas con tics genéricos, donde el terror de quirófano se da la mano con el melodrama desangelado.

El cine de Pedro Almodóvar está constituido por cuerpos, se trate de jóvenes con el sexo que les brota por los poros, maduros que desean amor para ocultar la soledad, enfermos e inertes, sudorosos, transpirados, travestidos, ausentes, presentes, fantasmales.
Con los años, el cuerpo en las películas de Almodóvar fue variando: en un principio, urgidos por el sexo y sumergidos en el melodrama y la comedia, las últimas películas del manchego abandonan la pasión desenfrenada para sumergirse en un mundo glacial, cerebral, donde el deseo se concilia con la ciencia, ya lista para aplicar el bisturí en la piel desnuda. En Hable con ella, por ejemplo, el cuerpo ya no respondía por su estado vegetativo y los pasillos silenciosos de un hospital simbolizaban la mirada gélida y distante del director, ya lejos de sus chicas Almodóvar y de los rituales a fuego y pasión de antaño.
Pedro hace tiempo que dejó de ser el “Pedrito” de la movida española y en su 18º film se ubica en la piel de Robert Ledgard (Antonio Banderas), un reconocido cirujano plástico especialista en terapia celular. Pocas veces Almodóvar conjugó una historia dark con una estética freezer, conjugando a gusto y placer citas cinéfilas con tics genéricos, donde el terror de quirófano se da la mano con el melodrama desangelado. Múltiples vueltas de tuerca –que no conviene revelar– y una estructura que juega con flashbacks y flashfowards ostenta el argumento de La piel que habito, una película que no colmará de alegría a los fans del Almodóvar cachondo, pero que provocará satisfacción al espectador ansioso por ver cómo se relaciona la ciencia con el melodrama tan afín al cineasta.
Es que Ledgard es un Dr. Frankenstein siglo XXI con un bello conejillo de Indias (Elena Anaya), de piel cubierta por un body color carne, y un ama de llaves-secretaria-madre Marilia (Marisa Paredes, gran trabajo), una especie de Igor en estado incendiario. La mayor parte de la historia transcurrirá en ese frigorífico de experimentación (El Cigarral), donde se teje una compleja trama que Almodóvar construye como si encarnara a un médico con su barbijo y sus instrumentos científicos. Por supuesto que habrá amor y pasión, engaños y desengaños, violencia física y subliminal y una veta policial que convive pacíficamente con el melodrama. Pero Almodóvar está serio y solemne, acaso un poco presuntuoso de sí mismo, dispuesto a apostar todo o nada con su observación cutánea de la vida. Y sale airoso del desafío, aferrado a prolijos cortes de bisturí, eligiendo una puesta en escena que parece concebida por un par de esquimales pernoctando en Alaska.
Hacía tiempo que la piel sudorosa había mutado a una piel reconstituida, invadida por la ciencia. Al fin y al cabo, es el cine de Almodóvar el que vive en una permanente mutación.