La piel que habito

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Dos gotas de agua resbalando por un cristal

Almodóvar combina sus habituales recursos estilísticos y visuales para transformar una historia aberrante en algo bello y deseable, como los pechos de su criatura. Su nueva película es un thriller a flor de piel, un himno al látex, una apuesta al artificio extremo. El rigor implacable de su puesta en escena nos cautiva con elegantes encuadres, colores deslumbrantes y bruscos cambios temporales. Las primeras secuencias son placenteramente desconcertantes, no sabemos a dónde nos llevan, no logramos hacer pie en una historia que se bifurca con distintas capas narrativas que tanto pueden aportan claves como disolver la intriga. La piel que habito es una película desmadrada, exuberante y profusa, en la que el director introduce elementos disparatados sin perder jamás el control absoluto.

Transtextual. Antonio Banderas compone a Robert Ledgard, la reencarnación moderna del doctor Frankenstein: un oscuro y diabólico cirujano plástico que no teme experimentar con humanos para llevar a cabo sus investigaciones sobre la piel. Ledgard vive en una mansión donde tiene cautiva a Vera, la misteriosa joven creada a golpes de bisturí con el fin de resucitar la imagen de su difunta esposa, o de reinventarla como en Vértigo. La piel que habito es un compendio de citas y homenajes cinéfilos que van desde las películas de la Hammer hasta el giallo italiano, de Buñuel a Hitchcock pasando por De Palma y Cronemberg, pero sobre todo por una particular relectura de Los ojos sin rostro de Georges Franju. Almodóvar no pretende encubrir la falta de verosimilitud de la historia sino que se divierte acentuando sus efectos: la acción se sitúa, en una suerte de ciencia ficción absurda, en el año 2012, la historia se desarrolla en una Toledo fantástica que posee un acantilado, y el personaje que saca de su encierro a Vera es un preso en fuga disfrazado de tigre y salido de un carnaval. Esta intrusión grotesca, aunque necesaria para que evolucione el relato, rescata la esencia de lo carnavalesco al utilizar la alegría para transgredir de manera irónica. El tigre bien podría ser un personaje del primer cine de Almodóvar que irrumpe para celebrar el reencuentro entre el cineasta y Antonio Banderas. Contra todos los prejuicios, el actor sorprende con un registro depurado, como una especie de Gary Grant malévolo. Cada una de sus intervenciones le agrega tensión al relato, especialmente en las escenas de los actos quirúrgicos, donde el director reduce la profundidad de campo para perder a los personajes del segundo plano en una tenue nebulosa.

Retazos. Paradójicamente, la sexualidad es poco carnal y encuentra su origen en las imágenes: la inmensa pantalla a través de la cual el cirujano observa a Vera, la imagen de la violación frustrada y la de la mujer muerta que se intenta reproducir. No tenemos conciencia de las dimensiones de la habitación en la que la joven está recluida hasta que se introducen en ella algunos vestidos. Vera destroza las prendas, las arroja al piso y da motivo a una de las secuencias más sugestivas de la película. En un plano más amplio, vemos cómo los retazos toman la forma de una instalación de arte contemporáneo hasta que, repentinamente, surge la danza de la aspiradora que los hace desaparecer. Vera necesita una determinada desnudez en su ambiente y los vestidos no son el único problema, la piel que habita también le parece un límite exagerado para su evolución natural. Sobre el final, podemos comprobar que la película es además la historia de un vestido que se devuelve al remitente, como una especie de boomerang transgénico que reafirma la singular extravagancia del cineasta. En tiempos de vacas flacas para el cine de género, La piel que habito ofrece un menú ficcional copioso en el que cada escena y cada plano crean nuevas perspectivas dramáticas, temáticas y sensoriales.