La piedad

Crítica de Melina Mendoza - CineFreaks

Dulce et tremendum.

En algún rincón grisáceo y sin ventanas de Corea, una mujer revuelve una olla y envenena la comida para que su marido muera pronto y sufra lo menos posible las torturas de la dictadura de Kim Jong-Il, que ya se había llevado la vida de sus hijas. Abandona, luego, ese refugio tétrico dispuesta a morir en su patria, sin huir. Un montaje hace una transición lenta entre su imagen subiendo unas escaleras y la espalda de Mateo, quien habla en español y viste una ropa rosa chicle como acolchonada, mientras sostiene una mochila frente a la puerta: tras haberse fugado de la casa de su madre obsesiva, Libertad, busca volver, como quien retorna a su país natal para morir.

Se estrena la nueva película de Eduardo Casanova, La piedad (2022). Al ser una coproducción hispano- argentina integrada por realizadores atravesados por el terror como Álex de la Iglesia, Carolina Bang, Florencia Franco y Jimena Monteoliva, y después de películas como el corto Eat my shit (2015) y el largo Pieles (2017), el grotesco asociado al cuerpo entra en el margen de lo esperado. Aun así, no deja de sorprender e incomodar al utilizar el tropo de la madre terrible, común del género, sugestionado por la paranoia que suscita la cobertura mediática del régimen norcoreano. Desde los efectos del control excesivo, se traza un paralelo entre la dictadura y la relación edípica que mantienen Libertad y Mateo, que se intensifica cuando éste contrae cáncer. Su microcosmos, enmarcado en una especie de casa de muñecas y templo cristiano de mármol y predominante rosa pastel, se ve alterado por la enfermedad porque se vuelve necesario el cuidado y, por lo tanto, se permite la intervención constante de la madre sobre el cuerpo del hijo. Tener que salir e ir al hospital abre el riesgo de su separación y, además, obliga a pensar en la proximidad de la muerte.

No obstante, la experiencia de la película se enriquece cuando la comparación pierde centralidad para ser devorada por lo abyecto de la maternidad. Cuando Mateo vuelve, se bañan juntos, se acuestan en la misma cama, él se apoya en su regazo y ella lo acaricia. Hace que su madre le de unas pastillas nocivas. Libertad le produce una herida que lo hace sangrar y él le pide con gozo que lo cure. Cuando ella le dice que tiene que comer, se coloca en sus brazos y ella lo amamanta. Su rostro, la teta y el chorro de leche se muestran en cámara lenta como una pintura suave y la música acompaña la perturbadora solemnidad. Estas imágenes remiten a la explicación que hace Julia Kristeva en el ensayo Poderes de la perversión (1980) de lo abyecto como una experiencia de horror específico que se produce cuando se confunden los límites entre lo interior y el exterior, el sujeto y el resto del mundo, lo vivo y lo muerto. La autora ahonda sobre la maternidad, sobre el embarazo, el parto y la lactancia como situaciones que pueden producir incomodidad, entre el amor y la repulsión, justamente por la desestabilización de estos límites: ¿dónde termina la madre y dónde comienza el hijo? Es una pregunta con la que La piedad juega a través del tabú, las convenciones estéticas del exploitation asiático, el musical y el Hong Kong horror, y un humor macabro.