La pequeña Jerusalén

Crítica de Ricardo Ottone - Subjetiva

Mujeres judías al borde de un ataque de angustia existencial

Sarcelles es un barrio de las afueras de París al que se lo llama popularmente “La Pequeña Jerusalén” por ser uno de los lugares de mayor concentración de la colectividad judía. Algo así como una versión parisina y suburbana de Once o Villa Crespo. Si Daniel Burman filmara en Francia posiblemente ambientaría alguna de sus películas allí. Eso si Burman además perdiera totalmente el sentido del humor y su nivel de pretenciosidad alcanzara dimensiones titánicas.

Las protagonistas son Laura y Mathilde, dos hermanas que viven en un departamento en el barrio del título junto a su familia. Laura tiene 18 años, estudia filosofía y es algo así como la rebelde de la familia, rechazando el orden religioso para abrazar el no menos estricto del imperativo categórico kantiano. Semejante alejamiento de la tradición que la familia acata estrictamente solo puede acarrearle reproches y chicanas a mansalva. Mathilde esta casada y tiene cuatro hijos pequeños, Tanto ella como su marido siguen los preceptos ortodoxos al pie de la letra. Completa el grupo familiar la madre de ambas, una señora de buenas intenciones pero tan metida e hinchapelotas que parece respetar a rajatabla no solo la tradición hebraica sino también el estereotipo de la madre judía. Amabas hermanas van a vivir un momento de crisis personal y angustia existencial. Laura, cuya vida ya dista de lo que construye en sus sueños de independencia, se enamora de un trabajador argelino de familia musulmana con lo que viene a sumar otro motivo a los sermones familiares. Por otro lado no la ayuda una personalidad rígida y reprimida que racionaliza e intelectualiza todo y no se permite ningún rasgo de espontaneidad. Su rebeldía además tiene las alitas muy cortas y así es como amaga todo el tiempo con irse de la casa pero no se puede decir que haga avanzar mucho ese proyecto. Mathilde descubre que su marido la engaña y cuando lo encara acepta muy obediente su explicación de que ella es la causante debido a su actitud reprimida ante la sexualidad que le impide cumplir sus deberes de esposa. Como termina asumiendo la culpa (cosa que nadie le discute), va a consultar con una guía de la sinagoga acerca de cual es la manera correcta de satisfacer las necesidades del marido sin ofender a Dios. Ambas parecen estar en lados opuestos del espectro pero el resultado es el mismo: la represión del deseo, el acallamiento de las pasiones, la frustración y la angustia.

El tono del relato es de una gravedad que parece ser el imperativo -kantiano o no- para los temas importantes que se tratan. Así desfilan en solemne caravana los mandatos familiares, las pasiones amorosas, la represión sexual, el deseo de superación y realización, el racismo, y la tensión entre el deseo y la pasión versus la tradición y el deber. Semejante sumatoria contribuye a una pretensión que le dan al film el peso de un yunque y, peor aun, para la que no tiene resto. En eso se parece un poco a su protagonista, que amaga con despegar definitivamente para no ir demasiado lejos porque no se atreve o no puede.