La pelea de mi vida

Crítica de Juliana Rodriguez - La Voz del Interior

El último round

Hay radios de fórmula, recetas de cocina y películas de género. En el caso de La pelea de mi vida, el género no se reduce al del drama pugilístico, sino a un filme masivo con aprendidos ítems de manual de Hollywood, más giros sentimentales propios de la televisión argentina. Como Un argentino en Nueva York o Papá es un ídolo, la película busca hacer un relato simple que, a través de varios lugares comunes llegue directo como una flecha al corazón de los espectadores.

No sólo al corazón, también a la libido. Y los hombres en el ring, con bíceps aceitados (y, si es posible, con un par de tatuajes) parece que siguen rindiendo en la pantalla, como un infalible estereotipo viril y rudo (ahí nomás está Sos mi hombre, más atrás Campeones). Así que la historia empieza con Mariano Martínez, que interpreta a Alex, mostrando antes sus abdominales que sus sentimientos. El guión va a los bifes y lo hace con buen timing: Alex "el príncipe" es un boxeador que se fue del país hace unos años, sin saber que su novia estaba embarazada. Ella luego se casa con Bruno "el potro", otro boxer, quien trata a su hijo como propio, incluso cuando ella se muere. Por varios motivos, Alex regresa al país, se entera de que tiene un niño y quiere recuperarlo, ganar su admiración. Por supuesto, lo hará a través de los puños, en un ring, porque es lo único que sabe hacer.

La película tiene su porción emotiva (la relación del niño con sus dos padres), su parte de romance (el personaje de Lali Espósito) y de acción (las peleas). Entre los aciertos está la elección del pequeño Juani, interpretado por Alejandro Porro, que se carga todos los diálogos de humor y aporta la gran cuota de espontaneidad (veremos a este niño en más ficciones, y se lo ha ganado); y la de Emilio Disi, que al igual que en Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo, toca un registro distinto, con amarga sutileza, como el melancólico entrenador de Álex.

En el rubro técnico, vale decir que el 3D impacta al principio, en una secuencia de persecución en la que sillas y frutas caen sobre la nariz del espectador, y luego pasa desapercibido, hasta la gran pelea, en la que Martínez y Amador lucen sus meses de entrenamiento y el espectáculo boxístico logra un ritmo justo.

La profundidad que aporta el 3D es por momentos la que le falta a la psicología de los personajes principales, a quienes los golpes los noquean pero las emociones no siempre los rozan. En la columna del debe está también la ambientación musical al estilo golpe de efecto marca Disney, que subraya demasiado y se imposta cuando no es necesaria, y una marcada preferencia por las resoluciones inmediatas, quizá demasiado rápidas para una historia que apuesta principalmente por conmover.

Sin embargo, lo dicho probablemente tenga poco y nada que ver con la respuesta en taquilla del filme. Y si la cosa funciona, sabremos otra vez que ciertas fórmulas siempre son efectivas.