La Patota

Crítica de Marcela Gamberini - Con los ojos abiertos

LA PATOTA (02)

INVASIÓN

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Por Marcela Gamberini

Vemos su rostro de frente mientras su padre camina a su alrededor tratando de comprender lo que dice Paulina. Este juez, progresista de palabra, comprometido con hilvanes con los pueblos marginales y sus planes de difusión de derechos, muestra su desacuerdo. Sin embargo, Paulina, ella, esa mujer ya ha tomado una decisión. Irá de profesora a un pueblo del interior de Posadas, limítrofe con el Paraguay. Este posicionamiento de Paulina la marcará durante toda la película. Ella en la frontera, entre dos territorios, entre dos clases, entre dos idiomas, enredada en las burocracias de las instituciones sociales. Ella adentro, con su padre en ese inicio de palabras cruzadas, de frases fuertes, de decisiones tomadas, ya pone en juego cierta economía simbólica del poder.

Paulina es una nómade. Hay en la película un buscarse constantemente en los recorridos por las tierras coloradas, en esos entrar y salir de la casa paterna, en esos cigarrillos fumados afuera, a campo abierto, en los escalones de la escuela, en el patio de la casa de la amiga. El de Paulina es un devenir constante, una búsqueda de algo que no sabemos muy bien qué es pero que implica cierta resistencia a lo establecido. Santiago Mitre filma a Paulina todo el tiempo: su rostro puebla la pantalla, sus miradas y sus gestos, austeros y económicos dicen más que sus palabras. A veces primeros planos, a veces en tomas lejanas, Paulina hace de cada plano una referencia visual ineludible. En esto se parece a La mujer de los perros y la magnífica actuación de Verónica Llinás. Mujeres que asumen con dignidad la primera persona y deambulan; se mueven en los límites tanto territoriales como lingüísticos. Las dos, sobre el final, sentirán cierta liberación.

La patota, Santiago Mitre, Argentina, 2015

¿Puede alguien entender la herida que se abre, dolorosamente, cuando el cuerpo de una mujer es avasallado, es penetrado, es violentado? Y no sólo por un acto sexual no acordado, sino por convicciones ajenas, por ideas trasplantadas, por opiniones que no son las propias, por una moral envuelta en preconceptos, en los que dirán, en los rumores. Incluso, cuando el cuerpo de una mujer es invadido por las ideas de clase, de una clase privilegiada a la que Paulina pertenece y por las ideas de la clase a la que es ajena. Paulina se ve invadida, su cuerpo es invadido por la clase baja, más popular, aquella que ejerce su poder hablando en guaraní para que Paulina no entienda y la otra, esa clase que en la voz del padre (y de las instituciones que la rodean) no logrará acercarse a su hija, esa violencia que es de clase y también es patriarcal. Mitre da cuenta de este cerrojo que se ejerce sobre Paulina con sus planos siempre cortos cuando están padre e hija en pantalla, cuando ella declara en la comisaría, cuando despliega su relato frente a la terapeuta. Paulina está encerrada en un espacio que no le es propio. Su andar físico, corporal por esos espacios que le son ambiguos, que no le pertenecen, ni la casa paterna, ni la selva misionera marcará su descubrimiento del mundo, la violencia, la invasión.

La zona más interesante de la película comienza a desplegarse cuando Paulina le dice al padre en el diálogo inicial: “¿dónde pongo el cuerpo?” Y ese es el dilema de la película, que no es solo moral sino que es profundamente ético. Es la ética de una mujer que siente invadido no sólo su cuerpo físico sino su cuerpo social, aquel al que ha pertenecido de la mano de su padre y éste al que voluntariamente accede pero no puede entender. El cuerpo de Paulina es la película en sí misma, esa mujer y esa película que necesitan ver dos veces la escena de la violación para girar el punto de vista, que necesitan hablar con sus agresores aunque no vayan, que necesita alejarse y acercarse en planos cerrados y lejanos, que necesitan sobre todo construirse un relato que por suerte no maneja soluciones psicológicas sino íntimas y personales.

La violencia del acto sexual no está en el acto mismo de la violación sino en el modo en que Mitre combina sus imágenes. La violación está planteada con una toma lejana que acerca a veces, solo para escuchar las quejas de Paulina, una parte de su cuerpo, las manos de sus agresores, pero la violencia más fuerte es la que se ejerce después, producto del montaje. A esta secuencia le sigue otra en el corazón del aserradero, los ruidos y las caídas de los troncos, los hachazos, sugieren una violencia que, en definitiva, es inenarrable. Esta es la violencia del entorno, la violencia de esos jóvenes en esa selva que no es sólo la misionera, sino que es la violencia que muestra las miserias del mundo.

La negativa de Paulina se ubica en el medio de esa grieta que separa esos dos mundos: las clases sociales, el campo y la ciudad, la instrucción y el analfabetismo, el español y el guaraní, los hombres y las mujeres. El mundo íntimo, privado, imperante de una ética inquebrantable choca con el mundo social, moral, político, institucional. Ese es el desastre que la película plantea y sobre el que Paulina tiene que decidir, sola, ella, su cuerpo violentado y su cabeza, su panza, su exterior y su interior. Ella tensa con su cuerpo y con su decisión estas dicotomías hasta hacerlas estallar en esa escena final donde Mitre, magistralmente, vuelve al principio. Su rostro invade la pantalla, su caminata sin rumbo pero hacia adelante deja atrás las lúgubres luces de un pueblo o de una cuidad o de una selva, de una ideología (o de varias), de preconceptos, de maniobras políticas. Nadie entenderá a Paulina que irá a contrapelo de pedidos de justicia, de resarcimientos morales o de expiación de culpas. La suya es una respuesta íntima porque nadie está dentro de su cuerpo, de su panza, de su cabeza. No hace falta entenderla, no responde a explicaciones racionales. Eso es lo que hace Mitre, la acompaña en un papel que Dolores Fonzi resuelve magistralmente. Su cara, sus ojos, sus manos expresan lo que no puede expresar con palabras, la fuerza de una decisión que no esconde cierta oscuridad o fragilidad.

Si Mirtha Legrand en la versión original de la película se resguardaba en la religión, en el misticismo y en la idea del perdón redentor (tal vez características de la época, reafirmadas por cierta mirada misógina de Daniel Tinayre sobre sus personajes), en este caso Fonzi se repliega sobre ella misma para salvarse de la violencia que se le ha ejercido, violencia que no es sólo física, sino institucional, legal, policíaca y psicológica. Paulina no busca redención, ni perdón, ni siquiera justicia; sólo, desblindando el cerrojo patriarcal, institucional, jurídico, psicológico, que es la verdadera patota; ella hace valer su ética, los derechos de su cuerpo y de su conciencia. Logra sacar su cuerpo de la selva de lo social, de lo civilizatorio, de las instituciones y más allá de alegatos en pro o en contra de los abortos, de la violencia ejercida sobre las mujeres (debate tan actual). Paulina se aleja, no sabemos hacia donde, no sabemos cómo, pero ya nada más importa. Sólo importa su decisión implacable, la decisión de una mujer comprometida con sus propias convicciones.

Marcela Gamberini / Copyleft 2015