La parte de los ángeles

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Santos bebedores

Merodeando siempre los bajos fondos, cada film de Ken Loach es una radiografía. Y en su prolífica, dilatada trayectoria, con casi treinta largos en su haber, al británico nunca le tembló el pulso para hacer diagnósticos. La parte de los ángeles no es un film de denuncia como Agenda secreta o La canción de Carla, ni una proclama inserta en un contexto histórico, como Tierra y libertad o El viento que acaricia el prado, sino la clase de crítica social disfrazada de comedia, para la cual a Loach, por lo general, le sobra paño. La película sigue a un grupo de condenados por diversos delitos en vías de recuperación, sólo que, en vez de realizar trabajos comunitarios, su reinserción pasa por capacitarse como catadores de whisky (el título, La parte de los ángeles, refiere a la parte que se evapora en la elaboración, como metáfora del grupo y un momento clave). El protagonista es Robbie (Paul Branigan), un muchacho de pasado violento que intenta cambiar bajo el ala de Harry (John Henshaw), un tutor bonachón. Loach sigue su derrotero por los suburbios de Glasgow (salvando las distancias geográficas, el recuerdo de Riff-Raff es inevitable); luego, por las Highlands, en busca de una maltería que destila un peculiar elixir, y entonces se verá si Robbie endereza su rumbo. Con guión de Paul Laverty, su habitual colaborador, Loach, en su más inspirada veta costumbrista, retrata personajes exquisitos como el single malt (whisky puro de malta), absurdos, trágicos como la vida misma. Nadie le pide otra cosa.