La odisea de los giles

Crítica de Cecilia Della Croce - Ociopatas

Este jueves llega a 400 salas de todo el país el estreno de cine argentino más esperado de la segunda mitad del año: La odisea de los giles, dirigida por Sebastián Borensztein, que cuenta con un elenco impresionante, encabezado por Ricardo Darín, quien además es productor de la película que participará en los festivales de Toronto y San Sebastián.

El guión de La odisea de los giles, escrito por Borensztein y Eduardo Sacheri, autor de la novela en la que se basa la película, La noche de la usina (2016), narra la historia de un grupo de habitantes de Alsina, un pueblo donde todos se conocen, que decide formar una cooperativa con el propósito de reabrir una acopiadora de granos y generar trabajo para darle nueva vida a esa pequeña comunidad rural. Para lograr el objetivo suman voluntades y ahorros de vecinos que, sin distinción de ideologías ni clases ni bolsillos, se unen en la cruzada. Cuando les cae el corralito como un balde de agua fría, quedan del lado de los perdedores pero no se resignan a aceptar su mala suerte y urden un plan para equilibrar un poco la balanza de la justicia.

En la primera parte el planteo de la situación resulta interesante porque nos ayuda a analizar con cierta perspectiva un hecho de la historia argentina reciente, que todavía está fresco a casi 20 años de la crisis del 2001, teniendo en cuenta la dimensión del drama humano dentro de ese micromundo donde cada personaje representa simbólicamente algunos arquetipos de nuestra sociedad (y probablemente de otras latitudes, por aquello de “pinta tu aldea”): el exfutbolista, ídolo del pueblo (Ricardo Darín) y su mujer (Verónica Llinás); Fontana, el anarquista (Luis Brandoni); el cordobés peronista que cuida la estación fantasma de un tren que dejó de pasar (Daniel Aráoz); la dueña de la empresa de transportes (Rita Cortese), una viuda que tiene una relación compleja con su hijo (Marco Antonio Caponi); el Loco Medina, un excombatiente que vive inundado a la vera del río (Carlos Belloso), los hermanos Gómez (Guillermo Jacubowicz y Alejandro Gigena) que se quedaron sin trabajo cuando cerró la metalúrgica, el turco del almacén, la viejita del vivero.

La segunda parte se transforma más en una suerte de western criollo, con menos matices y un tono más “robinhoodense”. La acción pasa por tramos en donde va al ritmo de los valses de Strauss y en otros el relato está subrayado por Desfachatados, de Babasónicos, pero logra que el público definitivamente tome partido por los giles empoderados, los buenos de la película, deseando que por una vez “salga un tiro para el lado de la justicia”.

Sin dudas uno de los mayores atractivos de esta producción es el sólido trabajo de un elenco que es un lujo, para que el todo sea más que la suma de las partes. Aunque es verdad que los personajes femeninos están en franca minoría y quedan un tanto desdibujados, se trata de una película coral, que intenta construir vínculos que trasciendan las diferencias y las grietas, como en un espejo de los seres que retratan, de modo que todos hagan su aporte y tengan alguna escena que cierre su historia (cosa que resulta más difícil que en la novela). Cabe subrayar la presencia de Luis Brandoni, un actor que siempre se destaca (y que tiene una pequeña yapa en el final, después de los créditos), y el plus de ver a Ricardo y al Chino Darín en los roles de padre e hijo en la pantalla grande.

La película entretiene y del mismo modo que ya lo había hecho con la novela en la que se basó Campanella para El secreto de sus ojos, la trama del libro de Sacheri nos invita a reflexionar sobre qué pasa cuando somos víctimas de una injusticia; nos plantea que a veces la única alternativa es tomar las riendas de nuestro destino y no darnos por vencidos cuando tenemos un proyecto por el que vale la pena hacer causa común, porque como diría León Gieco: “si un traidor puede más que unos cuantos, que esos cuantos no lo olviden fácilmente”