La noche más oscura

Crítica de Federico Karstulovich - Otros Cines

La violencia está entre nosotros

En Garage Olimpo (Marco Bechis, 1998) presenciábamos una situación incomodísima comparada a la tradición que nos tenía acostumbrado el cine argentino post dictadura (y sobre ese tema puntual). Era una película incómoda no por incorrección política alguna sino sencillamente porque se tomaba el trabajo de construir el día a día de un centro clandestino de detención y tortura. Pero lo notable es que lo hacía desapasionadamente, mostrando lo burocrático de la máquina de matar como un trabajo más, casi haciendo indistinguible a los torturadores de ciudadanos comunes.

En Zodíaco (David Fincher, 2004) se narraba la obsesión bigger than life de dos periodistas con el asesino serial homónimo y su cadena de crímenes durante la década del '70. El punto novedoso de la película radicaba en que el centro no estaba puesto en el encuentro del asesino (más bien terminaba siendo un McGuffin) sino, en todo caso, en la desesperada cacería humana que terminaba deshumanizando a los protagonistas, dejándolos vacíos, sin experiencia de vida, entregados a un solo objetivo, en una relación patológica.

En Vivir al límite (Kathryn Bigelow, 2008) un personaje casi sin vida personal, completamente entregado a la adrenalina del peligro de desactivar bombas en medio del Irak contemporáneo de posguerra toma conciencia, luego de toda una serie de peripecias, de idas y vueltas en territorio de combate, que no es útil para la vida civil, que el mundo de los “hombres de a pie” no tiene nada que entregarle, nada que valga la pena como el frente de batalla, la sensación de inminencia de la muerte.

En cierto modo La noche más oscura podría estar dialogando con todas aquellas películas, siendo el personaje de Jessica Chastain una suerte de versión cínica, obsesiva y desencantada de la Clarice Starling de El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991). De ahí que el modo rutinario (contrario a ritual) de mostrar las torturas de la CIA, la relación patológica y obsesiva con el trabajo pero, sobre todo, la idea de la deshumanización provocada por toda clase de obsesión fanática, resuene en otras películas y en otros territorios comunes.

Bigelow, con Vivir al límite, había producido un cambio con respecto a su cine de los '80 y los '90. Ese salto hacia el realismo un tanto menos estilizado y ritualizado habilitaba un acercamiento hacia una propuesta más tangible. Ojo: no es que Bigelow le hiciera asco a los cuerpos, precisamente. Pero los procedimientos formales de su “etapa” anterior (entre ellos una fascinación lírica con la violencia, el uso ritual del ralenti como celebración física, el fetiche de los planos detalle con los cuerpos masculinos) parecían un poco demasiado para La noche más oscura, en donde el realismo vira hacia un verismo casi documental (sobre todo en los últimos 45 minutos de película).

Como si cambiara de piel, doña Kathryn se saca de encima todas esas marcas reconocibles de su etapa anterior y logra una película propia de un realizador experimentado, pero que a la vez parece una ópera prima de la directora (como dije, en lo formal, un giro casi radical).

Como en su película anterior el ritmo es propio de una locomotora: comienza cansino, va adquiriendo velocidad, musculatura, ritmo. Cuando está lo suficientemente caliente acelera y pone todos los motores en marcha y no para hasta el final. En ese sentido, Bigelow no abandona lo fibroso de su cine: siempre con el nervio a flor de piel, siempre al borde del estallido, en una tensa calma, como las criaturas que habitan esas películas musculares.

En este punto, la cacería de Bin Laden, como excusa narrativa, es menos trascendente que la naturalización de la violencia sobre los cuerpos de los torturados, que la implosión de los torturadores (sin otra vida más que la del apriete). En esa descripción Bigelow no necesita detenerse a denunciar ni a subrayar: la sola muestra lateral -casi como si fuesen adornos en la construcción del plano- de los campos de concentración, las vejaciones, las torturas, las coacciones a los detenidos es suficiente como para ver que la película no celebra esa violencia de ningún modo. Pero tampoco se horroriza frente a ella. Por ese motivo, un poco en el tono del libro de Susan Sontag (Ante el dolor de los demás) sobre las imágenes de los torturados, nos pone en el incómodo lugar de horrorizarnos frente a un atentado de cualquier índole, en condenar los regímenes totalitarios en diversas partes del mundo y naturalizar los campos de concentración (fronteras afuera) de la democracia más antigua.

El estilo de Bigelow es punzante pero no cruel. Lateral, pero no cómplice ni celebratorio. No es extraordinario, por otra parte. Tampoco es un logro menor. Pero quizás sea una de esas películas que crezca con el tiempo. Veremos.