La noche más larga

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Tras los pasos del hombre bestia

La película recrea la vida de Marcelo Sajen, el violador que tuvo en vilo a Córdoba entre 1985 y 2004, a partir de un protagónico notable de Daniel Aráoz.

El segundo largometraje del cordobés Moroco Colman, La noche más larga, vuelve a proponer una narrativa compleja, de registros múltiples, en donde diferentes capas de sentido componen la integridad de la obra. Así lo hizo en Fin de semana (2016), aquella historia donde las dos protagonistas escondían y retaceaban su vínculo: ¿madre e hija?, ¿hermanas?; nunca se aclara. La meticulosidad de la puesta en escena, de obsesión por el detalle y por la cohesión entre los elementos en juego, obliga a recordar que el realizador es también arquitecto.

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No se trata de un detalle menor. En La noche más larga se hace perceptible la construcción de la ciudad. Es una ciudad de cine, lóbrega, conocida y vuelta extraña. En sus entrañas nocturnas sitúa a su personaje central: Marcelo Sajen, el violador de un centenar de mujeres que mantuvo en vilo a Córdoba entre 1985 y 2004. Propuestos el contexto y su personaje, puede comenzar la historia. Pero no lo hace de la forma supuesta. Ir del plano general al particular no obedece, aquí, a las directivas de la narrativa clásica, sino a un diálogo con estas formas, que rápidamente quiebra en múltiples capas.

De este modo, Sajen sale a cazar su víctima, y ellas salen a pasear y vivir sus noches. Cualquiera de ellas es también las otras. No importa señalar cuál es la víctima primera, sino yuxtaponer las secuencias en una sola, hacer convivir los hechos aberrantes en una misma situación. Como si el ataque fuese uno y todos, en tanto proceder acostumbrado en la vida de este padre de familia y ciudadano. De manera loable, el realizador se apropia estéticamente de este raíd y evita desarrollos biográficos y psicologistas, tan usuales, tan insoportables. Privilegia, en cambio, lo intolerable. Porque, ¿cómo filmar una violación?

Afiche de La noche más larga.
La noche más larga muestra violaciones de una manera cruenta, porque ¿cuál otra podría o debería ser la manera? En esta operación estética, y acá lo importante, nunca se altera el hecho. Es más, se especifican detalles, sea desde la palabra –la que pone en juego el policía mientras toma declaración a la víctima, en una variante simbólica no menos violenta sobre la mujer–, sea desde la imagen. La película se atreve a graficar lo terrible. Para ello, necesita de la complicidad de sus intérpretes, de la entrega de sus cuerpos. Por un lado, la tarea de Daniel Aráoz es decisiva, porque ofrece su talento a la delineación de un ser humano monstruoso, y no es éste un juego de palabras, acá hay varias cuestiones. Aráoz destaca, por lo general, por la simpatía que sus personajes profesan, hay algo en él que le vuelve querible, pero que supo redirigir hacia un costado siniestro en El hombre de al lado, de Cohn y Duprat. En La noche más larga, el actor se permite otro registro y compone un grotesco. Modela su cuerpo desde el caminar y la postura, esconde una mirada siempre alerta, es tosco de movimientos, de un afecto bruto. Una caracterización que hay que leer desde la referencia al terror, al parque/al bosque como escenario donde se esconde el lobo. Por momentos, La noche más larga es una película de terror, que delinea el camino cruzado entre el asesino y su presa, en un montaje paralelo de suspense que arribará al momento último, el de la muerte, el de la violación.

De esta manera, la película parece cercana hasta al cine gore, dado su cariz explícito al momento de registrar el espanto. Pero a diferencia de ese cine, en donde lo visceral y sanguinolento es parte de un disfrute asumido –si bien no menos moral–, aquí prima lo insoportable. Cuando se produzca la violación, la película no la tolera, y por eso mismo la filma. Es lo que debe hacer. En esta entrega del cuerpo que Aráoz ejemplifica, hay un correlato mayor por parte de las actrices. En ellas la situación es aún más extrovertida, al desnudarse y recrear lo que de ninguna manera debiera ocurrir. Sus cuerpos son capturados por la cámara y agigantados en pantalla. La exposición es brutal, como brutal es el cine en su potencia y afán por mostrar lo que otros esconden.

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En este desocultar, la película de Colman cumple su cometido en la lectura crítica que hace del hecho en su manipulación mediática y política. ¿Cómo pudo una sola persona sostener un mismo proceder durante tantos años? De no existir una constelación social acorde, un hecho aberrante como éste no sucedería. De esta manera, la cacería que despierta de su letargo a las fuerzas policiales –de far-west delirante– se vuelve una especie de variante pobre de la sufrida por Peter Lorre en M, el vampiro negro, la obra maestra de Fritz Lang. Es decir, Colman no tiene necesidad de recrear lo que ya es disparatado, y apela a las imágenes de archivo, al registro televisivo. Deja de lado la propuesta primera y la cruza con la inmediatez de la caja chica y los discursos del entonces gobernador José Manuel de la Sota. Inevitablemente, pero de manera pretendida, el cuidado formal sobre la imagen deviene ahora un crudo de televisión, de palabras políticas calculadas, en una ruptura de verosímil que es evidente puesta en escena de su director, en donde pareciera advertir sobre la confianza cotidiana que se le deposita a ciertas imágenes.

Al develar el entramado cínico en donde Sajen se inscribe, La noche más larga deja ver progresivamente su elección por la voz silenciada de las víctimas. A partir de ellas sucede la captura del violador, por ellas se pone en jaque un gobierno y por ellas se altera la agenda periodística. Una voz mancomunada que cobra fuerza y logra su cometido. Una vez llegado a este punto, la conclusión de La noche más larga cobra urgencia de voz política y recurre a imágenes documentales y de marea verde, que funcionan como un subrayado que quizás la película no necesite. Como sea, las imágenes encuentran en ellas la voz que las guía.