La noche del demonio 2

Crítica de Federico Karstulovich - Otros Cines

El carnaval de las almas

Hace unos cuantos años, cuando Marcelo Piñeyro dirigía Cenizas del paraíso y buena parte de las críticas locales se deshacían en elogios, algunos lo cuestionaban duramente, pero para ser específicos, le destacaban a Piñeyro la capacidad autocrítica. Uno de ellos fue Gustavo Noriega. Con los años, luego de una recepción crítica en general fría con sus primeros dos largometrajes (las exitosas Tango Feroz y Caballos salvajes), aquel director fue puliendo algunas cosas de su estilo y, película tras película, mostró un genuino interés por no repetirse ni por repetir sus errores, sino, por el contrario, avanzar a puro golpe de oficio.

Hay algo de esos trabajadores, esos silenciosos directores que aprenden a golpe de prueba y error, que me merecen el más profundo respeto. Incluso, si saltamos las fronteras, creo que Tony Scott es uno de los ejemplos extraordinarios de esa idea anti-autoral. Hay que hacer, reparar en lo hecho y desmarcarse de los elogios para mejorar.

Bueno, algo de esto le cabe al malayo James Wan, quien supo pegarla económicamente (como Piñeyro) con su película inicial, pero que carecía del prestigio que supo ganarse en los últimos años dentro del género. De hecho, sin ir más lejos, al haber dirigido El juego del miedo, se le atribuye a este director ser al padre del porno-gore (o el gore que disfruta de la tortura, que sí fueron marcas de las siguientes entregas de la saga o de porquerías como Hostel). Pero esa atribución es incorrecta.

El juego del miedo estaba narrada muy rudimentariamente (además de cargar con un moralismo de morondanga, como diría Mafalda) pero Wan por lo menos demostraba que sabía construir climas inquietantes. En este sentido el joven director (27 años cuando dirigió aquel éxito) no hizo lo previsible: se apartó de dirigir otras partes de la saga y avanzó, casi experimentalmente, hacia otros caminos, indagando por prueba y error, como si filmar hubiese sido también una escuela.

Dead Silence, que no fue estrenada en Argentina y lanzada en 2007 (omito la fallida Sentencia de muerte, del mismo año), puede verse como una anticipación de algunos de los climas que aparecerán en La noche del demonio, pero sobre todo en la notable El conjuro. La noche del demonio, a su vez, lograba sacarse de encima algunos lastres de las películas anteriores de Wan, pero todavía cargaba con un problema serio, que siguió aquejando al cine de este director: la necesidad de explicaciones argumentales.

En cierta medida, con El conjuro, parecía que el aprendizaje había llegado a buen puerto. Wan no sólo demostraba un pulso excelente a la hora de manejar los tonos y tiempos sino que esencialmente sostenía climas incómodos hasta extremos intolerables. ¿Y por qué se había depurado el estilo? Porque Wan se había volcado a la esencia fundamental del cine, que es confiar en la imagen y en el sonido como construcción de posibilidades (de ahí la comparación con El exorcista, que se extendió hasta el hartazgo).

Bueno, todo este extenso introito nos lleva a que La noche del demonio 2 ya no iba a ser esperada del mismo modo que las películas anteriores, sino que se aguardaba “la nueva película del director de El conjuro”. Lamentablemente, ahí donde el malayo había hecho pie como nunca en su carrera no volvió a ocurrir. Pero ojo: no se apartó de ese estándar para cambiar y mejorar, sino para hacer un salto hacia atrás, aún más atrás que los inquietantes logros que había conseguido con La noche del demonio.

Voy a ser innecesariamente cruel: todo lo que El conjuro tiene de sólida, narrativamente clásica (y económica en sus recursos formales), enigmática, materialista y perturbadora, La noche del demonio 2 lo tiene de blanda, barroca y rebuscada (tiene más vueltas que la torre de Babel), sobreexplicada, new age y espiritualista y, para colmo, tranquilizadora. Una lástima, ya que la mejor tradición del cine de fantasmas (ahí tenemos la cita a El carnaval de las almas, obras maestra de Herk Harvey, y, presencia mediante de Barbara Hershey, una cita indirecta a esa otra perturbadora película de fantasmas que fue El ente, de Sidney Furie) no se hizo con explicaciones, sino con huecos, con pedazos sueltos, sin resoluciones.

¿Pero Wan no venía aprendiendo de sí mismo, de sus propios errores y limitaciones? Si. De hecho con todas sus falencias a cuestas La noche del demonio 2 construye mejores climas que el promedio del cine de terror actual. No obstante, en la comparación con la obra anterior del director, es un exponente pobre: la película vuelve a la tragedia original de la familia con un hijo con poderes paranormales pero esta vez, a diferencia de la primera, el problema no es él.

El inconveniente mayor es que -al mejor estilo Matrix- sin las explicaciones verbalizadas la película se hace un fárrago inentendible. Y, así y todo, con explicaciones de por medio, la sensación es de hastío, como si algo molestara (nuevamente está el más allá y las conexiones entre dos planos paralelos de existencia), como si el film quisiera avanzar por un costado (el más logrado se da en la casa de los protagonistas, cuando la concentración dramática impone tiempo y espacio restringidos), pero luego opta por ramificarse por tramas laterales que resienten todo el asunto (madres castradoras, tragedias, un asesino serial, una muerta buena que da una mano, y así…) y cortan toda suspensión de la incredulidad.

Tengo la ligera sospecha de que en un acto justiciero, si las tramas secundarias quedaran afuera y la película se concentrara en la relación perturbadora entre un padre extraño y sus hijos, todo funcionaría mucho mejor. Pero la metafísica irrumpe. A veces los vivos son una mejor y más acabada forma de perturbar que los muertos.