La mula

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

NECESARIA INCORRECCIÓN POLÍTICA

Hay películas que, de acuerdo a las épocas, se convierten en necesarias, aún desde sus imperfecciones. La mula es un ejemplo cabal: en tiempos donde ciertas vertientes de la corrección política llegan a extremos invasivos, facilistas y hasta negacionistas, en los que hay cada vez más personas que en nombre de lo inclusivo ejercen de policías ideológicos, lo nuevo de Clint Eastwood viene a recuperar formas y lenguajes a los que se pretende ignorar o anular, con un relato definitivamente desparejo pero de una honestidad brutal, sin vueltas ni agachadas.

No es casualidad que La mula esté escrita por Nick Schenk, guionista de Gran Torino (y también co-guionista de la subvalorada El juez). Ambas son como las caras de una misma moneda, donde los protagonistas reflejan la extinción de determinados códigos y reglas en pos del nacimiento de otras, en operaciones discursivas y culturales fuertemente asociadas con las estructuras narrativas propias del western. En la más reciente –basada en un artículo periodístico que indagaba en hechos reales- tenemos a Earl Stone, un anciano ex veterano de la Guerra de Corea ya entrado en los noventa, que tuvo sus días de gloria como horticultor pero cuyo negocio quedó en la ruina y ahora no solo está en quiebra económica, sino también personal: su ex esposa y su hija no solo no le hablan, sino que ni siquiera pueden cruzárselo, y solo su nieta busca incluirlo en un núcleo familiar del que indudablemente ha quedado fuera en base a acciones (e inacciones) nefastas. Earl solo se ve capaz de encarar mínimamente la parte financiera de su existencia y casi inocentemente empieza a trabajar para un cartel de drogas mexicano, transportando droga en su camioneta de un punto a otro y, eventualmente, quedando bajo la mira de las fuerzas policiales.

Como una declaración de principios actoral, compone a Earl desde sus defectos, exponiendo cómo sus miserias pueden hermanarse con sus virtudes. De hecho, es como una prolongación (que no repetición) del Gus de Curvas de la vida; el Walt Kowalski de Gran Torino; el Frankie Dunn de Million dollar baby; el Steve Everett de Crimen verdadero; o el Luther Whitney de Poder absoluto. Es un tipo con un talento natural para todo lo que sea laburar (incluso cuando ese laburo sea ilegal) pero destrozado en las fibras de lo íntimo; capaz de adaptarse a cualquier situación peliaguda y salir bien parado, pero que prefiere huir del contacto con los seres queridos; con carisma para desempeñarse en cualquier círculo social, excepto el familiar. Un antihéroe absoluto, un ser definitivamente incómodo de ver para el espectador, al que Eastwood, desde la interpretación pero también la elección de planos, se ocupa de resaltarle los movimientos vacilantes y decididos a la vez, además de sus arrugas, que hablan del recorrido de un camino repleto de obstáculos.

El relato de La mula pondrá a Earl en un trayecto para nada lineal, donde escapará de ciertos problemas para caer en otros, aprendiendo tanto como enseñando, y buscando una redención más que nada moral, que difícilmente pueda ser completa, porque los pecados acumulados en su pasado y presente son demasiados. En pos de reflejar este recorrido, Eastwood no se anda con vueltas: si casi siempre su cine tendió a ser frontal, acá elude cualquier sutileza enunciativa sobre temas, formas y conductas. De hecho, se dicen de frente palabras como “negro”, “puta” o “tortillera” (incluso burlándose de los pruritos que muestra alguna gente frente a este vocabulario); o se muestra con total naturalidad a un viejo como Earl acostándose con dos prostitutas. Y eso no es mero exhibicionismo o provocación; es hacerse cargo de la existencia de términos, usos o procederes, de sujetos con mentalidades y formaciones culturales que no siempre van de lo mano con lo habitual o socialmente consensuado.

La mula está bastante lejos del perfecto choque de culturas de Gran Torino o la melancolía hecho cuento de Jersey Boys. Es un film incluso desprolijo en aspectos de verosimilitud genérica y de giros en la trama. Pero eso lo compensa con una fluidez y hasta soltura en la narración que la convierte en una experiencia sumamente disfrutable, aún desde la amargura y melancolía que la atraviesan. Su humor, ácido y directo, es un componente más dentro de un relato marcado por la oscuridad y una sabiduría marcada por la vejez. Esa vejez es la de Earl, que se anima a pagar los costos de sus acciones, pero también de Eastwood, que no tiene ningún problema en hacerse cargo de su propia vejez, del tiempo y lugar desde el que habla, saliendo con los tapones de punta contra el puritanismo que se disfraza de tolerante.