La mula

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El mito que sabe estar a su altura

La última obra del actor y director norteamericano mira de soslayo la parafernalia tecnológica, como buen ejemplo del cine clásico que sabe contar una buena historia, no desprovista, de paso, de una aguda crítica social.

Clint Eastwood resume la extraordinaria historia del cine norteamericano. No es una exageración, es constatación. El cine clásico vive en él porque, sencillamente, él es el cine.

Al respecto, vale considerar la mirada de desdén con la cual La mula observa las nuevas tecnologías. ¿Quién necesita Internet?, dice Eastwood. Y tiene razón. Él no. ¿Para qué? El cine clásico lo es por una manera de pensar la imagen. Tanto director fascinado por el CGI haría bien en mirar a Eastwood. Y a Ford, a Hawks, a Fuller.

Es así cómo La mula despierta el relato: los nuevos tiempos traen otras modalidades, y a otros se los relega. Es en ese margen donde se sitúa este florista a la vieja usanza, ahora condenado por las deudas y las nuevas costumbres de la era digital. La dedicación que merece una flor es enorme, contrasta con sus pocos minutos de vida. Pero es por eso que vale la pena, dice Earl (Eastwood).

La flor, valga la expresión, es la figura que abre y cierra el relato, cuyo cuidado es metonimia que señala el dilema familiar de su personaje, tironeado entre el placer por su trabajo y las responsabilidades familiares que religiosamente descuida. Cuidar flores o no cuidar flores. La elipsis separa ambas situaciones. Apenas una década entre medio, a los pocos minutos iniciales del film, para resituar a los personajes y delinear las posibilidades sobre cómo seguir. No más plata, no más casa, sólo la vieja camioneta y unos cuantos trastos. La oportunidad de transportar cargas de un estado a otro surge como alternativa, y con ella el dinero.

De este modo tan simple prosigue La mula. Es decir, la forma desde la cual Earl descubre esta posibilidad surge rápido, a través de una casualidad nada casual, sino atenta con los mecanismos más convencionales: lograr que las piezas narrativas coincidan; hay otros ejemplos, tendientes a dar razón al Deus ex machina, como cuando Earl sea finalmente "descubierto" por los matones del cártel, en plena ruta, de manera sencilla. Pero nada de esto molesta. Sino que son rasgos que coinciden con las maneras habituales del cine más puro, y bien narrado.

"La mula" erige una mirada cáustica sobre ninguna otra cosa más que la propia sociedad.
Vale decir, son rasgos que descifran una manera cinematográfica esencial. Clint Eastwood la ha comprendido a través de la enseñanza recibida y la práctica conseguida. En cuanto a La mula, asume una historia verídica cuya leyenda bendita -"basada en hechos reales", que tanto cine insípido proclama- sabe bien situar al final de la película, para que no moleste o condicione. En otras palabras, se trata de una historia vuelta propia, tan cierta como la de ese cowboy añoso y retirado de nombre Bill Munny en Los imperdonables. Eastwood arroga película y personaje en sí mismo, porque es imposible no pensar en él, en quién es, en el paso del tiempo, en sus elecciones cinematográficas, en franco pleito con la gratuidad hueca de la que se rodea el Hollywood de estos días.

De tal modo, Earl sabrá fruncir ceños y comisura de labios, tal como se espera de Eastwood ("imitas bien a Jimmy Stewart", le dicen; y este es un guiño que sólo con él puede funcionar), mientras enfrenta a los más jóvenes, a los violentos, a las nuevas modas, y a las conquistas sociales: la diversidad racial y sexual es tomada por la película como un logro, y lo hace desde el contraste irónico con su personaje, sólo alguien desprevenido no lo comprendería así. A la vez, la simpleza con la cual Earl enfrenta la desaprensión social, cautiva ahora en las pantallas de teléfonos, no puede ser menos cierta: es una aseveración que Eastwood indica, y sin eufemismos.

Mientras tanto, La mula erige una mirada cáustica sobre ninguna otra cosa más que la propia sociedad. De modo tradicional, el film inicia con la bandera que flamea en el porche de la casa del florista. Earl, entonces, como síntesis de algo mucho mayor. Él, el "abuelito", el "viejo", el veterano de Corea, enfrenta la pérdida del trabajo y de su casa. No tiene dinero para participar del casamiento de su nieta, única integrante de un grupo familiar que lo detesta. El hogar de veteranos al que concurre está al borde de la quiebra. Si transportar cargamentos peligrosos le reditúa más que nada de lo que hizo, la duda desaparece. Y las soluciones surgen.

A la par, desde ya, sobrevendrá el descubrimiento paulatino de lo que se hace, mientras se repasan las responsabilidades de la vida propia y ante los demás. Todo esto sin declamaciones ni lamentos o boberías parecidas. A los hechos se los enfrenta de modo directo: cuando la muerte del ser querido llegue, no faltarán las palabras de cariño, con algunos de los más bellos momentos del cine de Eastwood: "te quiero más que ayer, y menos que mañana", se dicen Eastwood y Dianne Wiest, y logran una escena tan admirable como lo es Los puentes de Madison.

Si de citar otras películas del autor se trata, puede pensarse también en el nexo que permiten Million Dollar Baby -la soledad y el dolor asumidos-, y Gran Torino -en el reconocimiento del otro como alguien cercano-. La otredad aparece aquí en la mexicanidad que el cártel supone. Desde luego que hay estereotipos, ¡el propio Earl es parte de esa construcción estereotípica que se llama Eastwood! Antes bien, mejor mirar en los pliegues que fisuran tales construcciones. Allí, entonces, el vínculo paternal entre Earl y el joven matón huérfano. O la constatación misma que supone que sea un norteamericano, veterano de guerra, sin trabajo ni casa, el que se ocupe de distribuir la droga.

La secuencia final está a tono con el juicio al cual era sometido Tom Hanks en Sully: Hazaña en el Hudson. ¿Habré obrado mal?, se preguntaba el personaje de aquel film magnífico. Acá sucede otro tanto. Y se obra en consecuencia. Como se decía antes: a los hechos se los enfrenta. Como en el western. La autoría de Clint Eastwood resulta, en momentos así, majestuosa. El mito que él es, sabe estar a su altura.