La mula

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Epitafio de la paciencia

El regreso del formidable Clint Eastwood a su faceta de actor, unificada además a su rol de director, llega de la mano de la excelente La Mula (The Mule, 2018), una propuesta de tono otoñal inspirada en la historia verídica de Leonard Sharp, un horticultor anciano que transportó un enorme volumen de droga en su camioneta para el Cártel de Sinaloa a lo largo de Estados Unidos, circunstancia que le valió una condena de prisión de tres años, de los que cumplió sólo uno, y su ocasional muerte en libertad en 2016 a los 92 años. El más que peculiar episodio le sirve de excusa al norteamericano de 88 años para desplegar su habitual clasicismo humanista de derecha de una forma muy similar a lo ya visto en Gran Torino (2008), una realización no casualmente también protagonizada por el señor y de la que hoy toma aquella reflexión sobre el aislamiento y el conservadurismo que arriban con la vejez a expensas de una sociedad hueca que está permanentemente obsesionada con la juventud, la tecnología, el escapismo cultural eterno y la dialéctica fútil de las apariencias y las falacias.

Es de hecho este desajuste entre el protagonista -aquí rebautizado Earl Stone- y el mercado global actual el que dispara su ruina y la eventual aceptación al ofrecimiento de mover kilos y kilos de cocaína para los narcos: el carácter artesanal y cara a cara de su emprendimiento, centrado en el cultivo y venta de plantas florales, deviene en su perdición cuando el negocio pasa a concentrarse en Internet, caen los pedidos tradicionales de Stone y todo el asunto lo deja tapado de deudas y al borde de perder su casa. El suculento dinero que le genera la faena, una “misión” amateur reconvertida en profesión por angustia económica, lo rescata de una posible indigencia ya que pronto se transforma en la principal mula del cártel pero al mismo tiempo lo coloca en una posición muy comprometida, cerca de caer preso a raíz de la investigación de la DEA encabezada por el agente Colin Bates (Bradley Cooper). A lo anterior -para colmo- se suma una suerte de “cambio de dirigencia” entre sus empleadores, con los nuevos mostrando cero tolerancia hacia las improvisaciones y devaneos del señor.

Como era de esperar, el realizador va más allá del simple suspenso en torno a la doble amenaza que se cierne sobre el protagonista debido a que el guión de Nick Schenk, a partir de un artículo periodístico de Sam Dolnick, incorpora además toda una dimensión familiar atribulada que le calza como anillo al dedo a la impronta adulta, lacónica, reposada y sutil del legendario cineasta, siempre atento a los detalles y presto a edificar retratos abarcadores que multiplican capas de riqueza retórica y esquivan por completo la estupidez/ liviandad unidimensional de nuestros días. Como Stone siempre privilegió el trabajo por sobre los vínculos consanguíneos y así se perdió una infinidad de fechas sobrevaloradas por las mujeres de mayor edad de su vida, tanto su hija Iris (Alison Eastwood) como su ex esposa Mary (Dianne Wiest) lo han convertido en un paria que goza sólo del afecto de su nieta Ginny (Taissa Farmiga), quien decide casarse justo durante el comienzo del derrotero narco del nono, un personaje súper estrafalario que se vuelca a la beneficencia y las prostitutas.

Eastwood va dando forma de a poco a lo que podríamos definir como una hermosa, dulce y sensata secuela conceptual de Gran Torino en la que la vejez aparece como punto de partida de una bola de nieve que incluye las diferencias generacionales, la marginación/ olvido al que están condenados los mayores, el fluir azaroso cotidiano, el tener que hacerse cargo de los frutos de decisiones tomadas en el pasado, los conflictos familiares, el fetiche burgués con escalar posiciones en el trabajo de turno, el peligro de estar a merced de un Estado impiadoso y de “patrones” que priorizan sus propios intereses ante todo, la triste destrucción de los cuentapropistas a manos de las corporaciones y finalmente la necesidad de ponerle un cierre digno a la vida que corrija errores y escriba un epitafio acorde con el hombre real, ese contradictorio y capaz de rever/ rearticular su idiosincrasia según lo aprendido con el paso del tiempo. La Mula es otro autohomenaje maravilloso de un artista incomparable que se mantiene firme a un modelo de cine ya casi extinto que privilegia la paciencia y la sinceridad por sobre la pompa narrativa actual, los caprichos de un mercado infantiloide y la insoportable recurrencia a clichés y facilismos que anulan esa multiplicidad de perspectivas analíticas que siempre debería primar en todas las vertientes de la cultura…