La mula

Crítica de Alejandro Castañeda - El Día

La escena inicial, sobria y reposada, nos muestra a Earl Stone, un floricultor apegado a sus viejos hábitos. Ama sus flores pero ya no tiene cabida en un mundo que busca otras fragancias. (¿como su cine?). Está en conflicto con su familia. Es un solitario, un cascarrabias, un tipo lleno de silencio, consagrado al cuidado de sus lirios. El negocio entra en bancarrota y Earl, aislado y fundido, acabará aceptando un trabajo bien pago: llevar de Texas a Chicago unos bolsones en su vieja F100. Al tercer viaje se da cuenta que lo que lleva es cocaína del cartel de Sinaloa. Pero Earl no se escandaliza. No tiene muchas otras opciones. Su vida sin afecto lo ha acorralado. No se hace preguntas morales. Es un veterano de Corea que siente que hoy sus batallas están perdidas. Su sentido del heroísmo –tema recurrente en la obra de Eastwood- tiene más reproches que orgullo. Ha sido un padre y esposo ausente. Y los únicos que están pendientes de su vida son los detectives que andan tras sus pasos.

Leve, detallista, reposado, Eastwood es a esta altura el mayor exponente del mejor cine clásico de un Hollywood que se va quedando sin grandes floricultores. El film también muestra que con los años su herramienta ha ido ganando en claridad expositiva lo que ha perdido en intensidad. Pero a Clint ya no le importa impactar. Expone sus historias con la sencilla claridad de esos abuelos que a la hora del cuento van directo al asunto, sin buscar efectos ni falsos atajos. Hay algo de suspenso y algo de pintoresquismo, hay emoción y más de un pincelazo que deja ver las entrelíneas de un cine crepuscular, austero y diáfano, que en cada obra nos va dejando su legado y sus adioses. No es un policial. No se plantea si está bien o mal lo que hace. El film va más allá. Lo que Clint parece decirnos es que al afecto es todo. Hizo lo que hizo para poder darle algo a su familia. Y la vida le cobró un alto precio. Por eso al final acepta la sentencia de la justicia. Siente que debe pagar por el daño que le ha hecho a los suyos. Y a su vida. No es arrepentimiento. No es vergüenza. Es una deuda distinta y enorme. Eastwood nos muestra que a veces la marginalidad puede ennoblecer a estas almas solitarias que un día descubren que los caminos del reencuentro están llenos de obstáculos, pero no queda otra que recorrerlos.