La mirada invisible

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Deseo y represión

El cine argentino viene teniendo un año extraño: empezó llevándose el Oscar a la Mejor Película Extranjera con El Secreto de sus ojos, y sobre todo se destacó en el Festival de Cannes, con la performance de Carancho en la Competencia Oficial y de Los Labios (del cordobés Santiago Loza) premiada en la Sección Un Certain Regard. Pero a pocos meses de que éste agitado 2010 llegue a su fin, en realidad no puede decirse que haya sido un año destacado para el cine nacional (como sí lo fue a nivel mundial), al menos si lo comparamos con los inmediatamente precedentes: hasta ahora no hubo grandes sorpresas, ni tampoco alguna revelación que maraville a los críticos; aunque sí existieron películas que confirmaron el talento de ciertos autores ya consagrados (Israel Adrián Caetano con Francia, el citado Pablo Trapero con Carancho, y sobre todo Loza, que acaso se terminó de consagrar con el estreno de dos películas más: Rosa Patria y La invención de la carne), y algunas (pocas) novedades que ratificaron la vitalidad de la juventud argentina (La Tigra, Chaco, Por tu culpa, Rompecabezas, entre otras). Tal vez, la incomodidad se deba a un viejo vicio de los críticos, que nos lleva a esperar siempre grandes descubrimientos: 2010 no será seguramente el año de las sorpresas, pero sí hubo buen cine, con algunas películas que seguramente quedarán en las listas del recuerdo.

Una de ellas puede ser La mirada invisible, tercer opus del ecléctico Diego Lerman (autor de las muy diferentes Tan de repente y Mientras tanto), basado libremente en la novela Ciencias Morales, de Martín Kohan, y que acaba de estrenarse en diferentes salas de nuestra ciudad. Clásica y política, la película es una inteligente reconstrucción del imaginario cultural que dominó a la sociedad argentina en la última dictadura militar, a partir de un caso particular que funciona como ejemplo micropolítico de un orden mayor, aquél que emanaba de los mandos militares. Es, también, un estudio indirecto del poder, tanto en su funcionamiento institucional como en un su asimilación por parte de los sujetos que componen ésa institución (que además es emblemática: la escuela), y de los comportamientos perversos que genera su ejercicio despótico. Su eje absoluto es la actriz Julieta Zylberberg (en una actuación consagratoria), que interpreta a un personaje que hace carne las contradicciones de época: su mente y su cuerpo están disociados en una lucha descarnada entre la represión impuesta por un orden que tiene naturalizado, que ha asimilado acríticamente, y el deseo que siente surgir de adentro de su ser.

No se trata, por cierto, de cualquier época ni de cualquier escuela: es marzo de 1982, un mes antes del inicio de la Guerra de Malvinas, en el Colegio Nacional Buenos Aires, asimilado naturalmente por su máxima autoridad a la Nación entera (“de aquí salió el fundador de la Patria: Bartolomé Mitre”, afirma al inicio del filme). La preceptora María Teresa (Zylberberg) intenta acatar fervientemente las instrucciones de su superior, el señor Biasutto (Osmar Núñez), un convencido de que la “guerra” contra la izquierda aún no terminó, ya que falta eliminar al “germen de la subversión” en la juventud (las alegorías biológicas para describir a la sociedad fueron una constante del discurso dictatorial, algo respetado mucho por Lerman desde el guión, a pesar de que a veces suene como sobre explicativo). Su tesis es simple: los preceptores deben convertirse en una suerte de vigilantes permanentes (emulando el Panóptico de Foucault), capaces de ver todo en todo momento, ya que la mínima transgresión puede despertar la amenaza dormida en los estudiantes. Semejante idea llevará a María Teresa a obsesionarse con una sospecha: que hay alumnos que fuman en el baño. Y emprenderá una investigación que la llevará a esconderse en los gabinetes de los baños masculinos para descubrir a los infractores, aunque en el fondo la mueve otra razón, pues María Teresa siente una creciente atracción por un estudiante en particular. Profundamente reprimida, nuestra protagonista comenzará a desarrollar en estricto secreto una fuerte fijación con el objeto de su deseo, mientras el señor Biasutto intentará al mismo tiempo cortejarla. La irrupción de la realidad en este orden ficticio, absolutamente hipócrita, será por supuesto catastrófico.

El oficio de Lerman se encuentra en los detalles: miradas furtivas que revelan los deseos reprimidos, una reconstrucción de época precisa, enfatizada en los objetos y los escenarios (pese a que no le permitieron filmar en el Colegio Nacional, la locación es un personaje central en la película), y sobre todo una utilización virtuosa del fuera de campo (que tendrá su clímax al final, con los títulos de crédito, cuando aparezca una siniestra Plaza de Mayo colmada de gente vivando a la dictadura, documentos reales que muestran a Leopoldo Galtieri desafiando a los ingleses y a los argentinos respaldando su locura). Gran parte del mérito se debe también a Zylberberg, cuyo rostro es inspeccionado insistentemente por una cámara que además no desdeña la elegancia, y consigue reflejar en planos generales y planos secuencia el espacio existencial de los protagonistas, ése colegio que parece una manifestación material del orden represivo que los subyuga. Un orden despótico y asesino que aún hoy sigue encontrando ecos en la sociedad argentina (pues ¿cuánta diferencia hay entre esa visión demencial de la juventud y las reacciones que hoy se ven en los medios y los políticos ante las protestas de los estudiantes?).

Vale la pena resaltar, al fin, otro estreno de la semana: Las hierbas salvajes, del gran Alain Resnais, filme que seguramente estará entre lo mejor del año, y que nos comprometemos a comentar la próxima semana si logra la odisea de continuar en cartelera.

Por Martín Ipa